«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo». (Mt 5,13-16)
En el Sermón del Monte que hoy vuelve a proclamarse con la misma fuerza que hace dos mil años, Jesús da a conocer a sus discípulos y a quienes le están escuchando que han sido llamados a ser «sal» y «luz».
El riesgo de perder la autenticidad, de no vivir de acuerdo a lo que se es, queda expresado en el ser sal. El Pueblo de Dios que el Señor estaba convocando en el Monte y a través del anuncio del Reino de Dios, será transformado en un signo, una señal, serán luz para los demás que viven en tinieblas, que son incapaces de ser generosos, de perder su vida por su prójimo necesitado.
Las buenas obras, que iluminan a los que rodean a un cristiano, no serán fruto de la sabiduría, elocuencia o fortaleza del hombre, sino el fruto de haber escuchado una Buena noticia que le ha invitado a disolverse como la sal para dar sabor, preservar o incluso curar, no como un deber cargado de moralismo, sino como la respuesta natural de descubrir que su felicidad se encuentra precisamente en aquello que parece una locura: ¡perder la vida para que otro la reciba!
Por eso ha hecho falta que el Hijo de Dios se hiciese hombre, que anunciara al hombre para qué había sido creado, que solamente mediante esta forma de vida que, es estar al servicio del otro como la sal o la luz, el hombre se realiza como tal, libre de la condena de ofrecérselo todo a sí mismo.
Jesucristo ha venido a iluminar a los que vivían en tinieblas y en sombra de muerte, y sus buenas obras nos han salvado. En este domingo se nos da la posibilidad de encontrar el sentido de nuestra existencia, de cambiar de vida, experimentando a Dios, que se ha puesto a nuestro servicio, podemos experimentar el Amor gratuito.
Que la Iglesia, tú y yo, podamos vivir de acuerdo a la elección de Dios padre de Jesucristo y no perdamos nuestra capacidad y el don de servir tal y como Él nos ha amado y servido, siendo realmente libres.
Miguel Ángel Bravo