Avignon
Guillaume de Nogaret no dejaba de gritar mientras el Papa Clemente y Jacques de Molays lo miraban con una cierta incredulidad por los comentarios que salían de su boca. En un momento dado, Nogaret acercó al Pontífice una pequeña carpeta de piel, mientras, ahora aparentemente más distendido, sonreía mirando al Gran Maestre del Temple.
Una interna turbación sacudió a De Molays de arriba abajo, observando cómo el rostro de Clemente pasaba de tener un cierto color sonrosado al blanco pálido, a la par que unas profundas ojeras le aparecieron como por arte de magia.
—Pero… esto… ¿De dónde ha salido esto? Señor Nogaret, ¿estáis seguro de…?
—Del todo, Su Santidad. Es fruto de una investigación realizada con la máxima diligencia y objetividad. Todo cuanto está escrito ahí está basado en testigos reales y de total confianza. Mi señor, el rey de Francia, me ha rogado que se lo entregue, apelando a su juicio para saber cómo actuar contra tamaña escandalosa actuación. Además me urge saber cuál va a ser su proceder…
—Es ridículo…, increíble… Por favor, Gran Maestre, ¿podría dejarnos a solas? Quisiera hablar con Don Guillaume de Nogaret… en privado.
—Por supuesto, Santo Padre. Le esperaré fuera si así lo desea.
—No, no… Por hoy es suficiente. Le haré llamar al Temple de Avignon. Le ruego espere allí mis instrucciones.
—Como deseéis…
Algo iba mal. Lo presentía sin dejar de acordarse a la perfección de su conversación con Sir Luth de York, en la lejana ciudad de Acre. Salimos a paso rápido de las dependencias papales sin ni siquiera saludar a los dos obispos con los que nos cruzamos, justo en la escalinata de entrada al Palacio, a los cuales se les quedó la palabra en la boca. El Gran Maestre estaba absorto en sus pensamientos con una fuerte opresión en el pecho y sin saber qué podía hacer. Tan sólo le quedaba esperar. Esperar. Y yo ya no sabía ni qué decirle. Incluso dentro de mi alma no dejaba de oír, una y otra vez, el porqué precisamente yo,
Xacobo de Griñón, estaba ahí y no había podido caer en el frente de batalla junto a mis hermanos templarios de San Juan de Acre.
Por mucho que intentó trabajar la imaginación para averiguar por dónde se podría mover el rey de Francia, jamás pudo sospechar cuál fue, finalmente, la realidad. Como tantas otras veces a lo largo de la historia, la realidad superó con mucho a la imaginación.
A los pocos días de su última entrevista con el Papa Clemente, y sin recibir ningún tipo de mensaje por parte de éste, a media noche, aprovechando la oscuridad, un grupo numeroso de soldados del Rey Felipe irrumpieron en el castillo templario de Avignon con una orden de arresto de todos y cada uno de los nobles templarios, incluyendo al Gran Maestre, y una orden de búsqueda y captura de cualquier templario que se encontrara en territorio francés. ¿La causa? Probablemente una de las calumnias más horribles de la historia de la humanidad. Pero surtió el efecto deseado. Una lista innumerable de cargos contra la Orden Templaria, donde, entre otras aberraciones, se le imputaba herejías, como escupir sobre la Cruz de Cristo, dar culto a dioses paganos, celebración de misas negras, junto a denuncias como sodomía, pederastia y actos de relación homosexual entre los miembros de la orden. El paso ya estaba dado. La amenaza del oscuro personaje que respondía al nombre de Sir Luth, conde de York, empezaba a tomar cuerpo. Las calumnias ya corrían de boca en boca en París, en el resto de Francia y quién sabe hasta dónde más…
Nadie entendió cómo la Orden Templaria, la orden más numerosa, fuerte y respetada en todo el orbe occidental no hizo nada por evitar semejante calumnia y humillación. Hubieran podido, sin gran esfuerzo, enfrentarse a las tropas del rey Felipe y, sin ninguna duda, hubieran vencido. Pero el Gran Maestre, fiándose hasta el último momento de su único superior jerárquico en la tierra, el Santo Padre, obedeció poniendo sus sólidas manos a disposición del oficial al mando del grupo de soldados que fueron a detenerle. Qué lejos parecía que quedaban las grandes gestas en Tierra Santa. Cuánta sangre de nobles caballeros con la cruz roja en sus pechos había sido derramada por la Iglesia que ahora les daba la espalda.
Aún no sé por qué, a una indicación del Gran Maestre, me hizo desaparecer por una salida oculta de nuestra fortaleza de Avignon. Ahora ya creo saber el porqué de mi última misión: ser el notario de la historia para poder decir la realidad de los hechos acaecidos con los templarios. Espero saber y poder cumplir con mi misión…
Paris
Los postes de las hogueras estaban ya perfectamente rodeados por una serie de pilas de madera y ramas de leña seca. Una escalerilla se apoyaba en cada uno de los postes. En la parte superior había una pequeña plataforma sujeta a cada uno de ellos. Lentamente, rodeados por cientos de curiosos parisinos y de gente venida de multitud de pueblos y ciudades de Francia, apareció un sencillo carro tirado por dos bueyes, encima del cual el otrora poderoso Gran Maestre Jacques de Molays iba atado por las manos a una barra de madera que cruzaba a lo largo del carro. Le acompañaban dos templarios más, los oficiales de mayor rango de la Orden del Temple después del Gran Maestre, siendo uno de ellos el tesorero del Temple de París.
Curiosamente la gente los veía con compasión y a nadie se le ocurrió ningún tipo de mofa, cosa típica en situaciones como la que se estaba viviendo el la pequeña Île-des-Javiaux. Mientras se apeaban del carro, los caballeros adquirieron un porte majestuoso, independientemente de los harapos que los cubrían, únicos restos de las ropas blancas que componían su uniforme templario. Habían sufrido las torturas más duras que cualquier ser humano es capaz de soportar, pero bajaban los escalones estirados y con dignidad. Miraban directamente al frente, obviando las miles de personas que los observaban a cada lado del pequeño pasillo que habían conseguido hacer los soldados del Rey francés. Cada hombre fue conducido a su poste mientras ahora un murmullo invadía la zona. Jacques de Molays levantó por un momento su vista hacia la multitud agolpada alrededor de ellos. Estaba buscando algo o a alguien, hasta que clavó su mirada en una amplia terraza, a unos escasos doscientos metros, desde donde el rey Felipe, junto a su fiel Nogaret, contemplaban el espectáculo. De Molays apretó los dientes con fuerza mientras su cabeza trataba de darle la última claridad para preparar su última manifestación antes de ser pasto de las llamas. Llamas ya preanunciadas por Sir York, aunque su alma respiraba feliz por no haber caído bajo la trampa hipócrita de las palabras endemoniadas que le ofrecían la cima del mundo a cambio de su alma inmortal. Uno a uno se le fueron apareciendo los rostros de sus hermanos de Acre. Su cuerpo se estremeció de compasión cuando rememoraba la gesta que hicieron en su último enfrentamiento a los soldados musulmanes. Todo para nada… Así pagaban al Temple el esfuerzo realizado.
Un sacerdote se acercó a cada uno de los que iban a ser ajusticiados. Cuando se acercó al Gran Maestre, éste, volviéndose hacia el gentío y con voz potente, aceptó el suplicio, pero con la condición de poder tener la mirada fija hacia la iglesia de Notre Dame, con el fin de poder morir con su destino puesto en los brazos de la Madre de Nuestro Señor Jesucristo.
De Nogaret ordenó el inicio de la ejecución levantando su mano en alto mientras miraba a los verdugos, que agarraban una antorcha con cada mano; pero cuando los soldados iban a proceder a acercar las antorchas, caminando con paso tembloroso a la pira donde estaba atado Jacques de Molays, se quedaron paralizados por una mezcla de terror y veneración. Fue entonces cuando el Gran Maestre aprovechó para lanzar su último discurso. A mí, personalmente; jamás se me olvidará mientras viva…
—¡Ciudadanos de París…! Voy a morir a manos de vuestro Rey. No tengo el más mínimo miedo de morir esta noche, aunque antes deseo negar categóricamente todos y cada uno de los cargos con los que inculpan a la Orden del Temple y contra mi persona, así como contra todos y cada uno de mis hermanos. Todo de lo que hemos sido acusados es una sucia mentira, una burda y sucia mentira. La ley de nuestra Orden es justa y es, sobre todo, sagrada, guiándonos tras los pasos de nuestro Señor. Voy a morir, sí; pero fruto exclusivamente de haber sido engañado por su Santidad el Papa Clemente y por las arpías maniobras del rey Felipe. Como inocente que soy acudiré al santo Juicio Divino con las manos limpias y el corazón y mi alma listos. Pero a esos dos cobardes… la Justicia Divina les deparará una muerte pronta para ser recibidos ante el sacro Juicio y ser castigados por sus mentiras y fechorías. El Papa morirá en pocos días… mientras que el orgulloso y codicioso Rey Felipe lo hará antes de seis meses. Dios lo sabe y así será.
Nogaret, furioso, volvió a hacer señales para que se iniciara la quema de los tres desdichados, aunque ahora fue moviendo repetidamente las dos manos.
En ese instante un soldado arrojó a la cara del Maestre una antorcha, golpeándole con fuerza en uno de los párpados. Al caer sobre la montaña de maderas secas comenzó todo a arder de forma rápida. De Molays se volvió y, no sin sorpresa, vio que el soldado tenía los rasgos claros y nítidos del comendador de Chipre, Luth de York.
A pesar del inicio del fuego, la muchedumbre seguía aplaudiendo las últimas palabras del Gran Maestre templario, no pudiendo los soldados del rey detener los aplausos y vítores de un pueblo enfervorecido nuevamente por la causa templaria.
Las últimas palabras que se le pudieron oír a Jacques de Molays fueron: “Mi señor Jesús… tened piedad de mí… y del futuro del mundo que ahora dejo… Mi Señor Jesús… Tan sólo te ruego que siempre… al menos un hermano templario siga la estela de este tu súbdito… que ahora deja su alma en tus manos… Mi Señor Jesús…”