En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él.
Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: «Paz a esta casa.» Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: «Está cerca de vosotros el reino de Dios»» (San Lucas 10, 1-9).
COMENTARIO
Hay una tarea urgente que realizar. La gente se muere por falta de vida, pues no conocen a Cristo: Verdad y Vida. Por ello la mayor obra de caridad que se pueda realizar, es evangelizar y llevar la luz y la salvación para que aquellos que viven en las tinieblas y sombras de muerte, vean una gran luz. Jesús envía a sus discípulos, de dos en dos, como testigos de su amor, a todos los lugares a donde va a ir él en persona. Cristo sigue a sus enviados para llenar el corazón de cuantos crean en él por la palabra de ellos. El mandato es apremiante, pues solo la Palabra de Dios puede saciar el hambre de felicidad que acucia a todo ser humano, y el anuncio del evangelio no admite demora.
Pero la evangelización tiene su propio sello, y el Señor lo remarca claramente: “Os envío como corderos en medio de lobos”. El evangelizador no es un lobo que devora la libertad del oyente ni se impone por su fuerza, sino un pobre que propone la debilidad de una palabra, pero una palabra que tiene el poder de cambiar la vida de las personas y llevarlas de la muerte a la vida. Quien la acoge, acoge a Cristo y quien tiene a Cristo tiene la vida. Así de sencillo y así de dramático, a la vez, porque el hombre se juega su felicidad en el simple acto de escuchar o de rechazar. No pide Jesús a sus discípulos éxito en su predicación, sino urgencia y prontitud en la proclamación, hasta el punto de poder exclamar con Pablo: “¡Hay de mí si no evangelizo!”
El anuncio del evangelio se hace desde la debilidad de quien propone sin imponer, pero desde la fuerza y el poder que posee la palabra anunciada; por ello, el enviado marcha sin “bolsa, ni alforja, ni sandalias”. La urgencia de su labor se manifiesta en “no saludar a nadie por el camino”, pues no debe entretenerse el discípulo en labores secundarias; hay una labor primera y perentoria hasta el punto de tener que “dejar que los muertos entierren a su muertos”, mientras que “tú vete a anunciar el evangelio”. ¿Qué hay que decir? “El reino de Dios ha llegado a vosotros”. Y esto hay que repetirlo oportuna e inoportunamente; oportuna, cuando el otro está dispuesto a escuchar; inoportunamente cuando el otro no quiera oír, pero no por eso ha de dejar de resonar el anuncio. Hay un mandato explícito de Cristo: “Id por todo el mundo y anunciad el evangelio, enseñando a las gentes a observar lo que yo os he mandado, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
En esta fiesta de San Lucas evangelista no debiéramos olvidar la misión que como cristianos hemos recibido, aunque hoy se oigan voces discordantes. El hombre está herido por el pecado y necesita redención, y sólo Cristo es el único Redentor. Buscar otras salidas, negar la necesidad de la evangelización aludiendo a una falsa antropología de tipo rusoniano es negar el Evangelio y la necesidad de la salvación de Cristo.