Sin las adecuadas referencias religiosas, morales y jurídicas, otra vez se discute en España sobre la legislación del aborto y su posible modificación, si bien ahora, por lo que parece, en busca del mal menor, como si la muerte de un ser vivo decidida por la misma madre que lo engendró —el padre está ausente de este proceso— pudiera hallar algún tipo de coartada ética que la justificase ante Dios y ante la Justicia de los hombres de buena voluntad.
Y es que, en nuestro civilizado y democrático país, se manejan actualmente con la mayor naturalidad los criterios inhumanos, utilitarios y posibilistas que los antiguos griegos y romanos aplicaban para sacrificar a las criaturas que nacían débiles o deformes, arrojándolas por los despeñaderos del “Monte Taigeto” o de la “Roca Tarpeya”. Si bien ahora, para conseguir similares resultados en los supuestos de despenalización del aborto, somos mucho más refinados, y consumimos la atroz carnicería en clínicas especializadas atendidas por facultativos que abjuraron de la promesa hipocrática de curar y defender la vida de sus pacientes. Lamentablemente todo ello se realiza, además, con el beneplácito de organismos internacionales, como la OMS, que tratan de resolver los problemas del hambre, la población y la salud mundial, impidiendo que nazcan más niños de los que sus técnicos juzgan necesarios.
Y decimos “sin las adecuadas referencias religiosas, morales y jurídicas”, porque la práctica del aborto incumple el “no matarás” del quinto mandamiento de la Ley de Dios, y la propia Constitución Española, que proclama en su artículo 15 que “todos tienen derecho a la vida”. Y sin querer entrar ahora en disquisiciones o sutilezas jurídicas sobre el significado de la palabra “todos” —que es una obviedad—, no resulta en modo alguno admisible, que un derecho humano tan fundamental como el de conservar la vida humana, que es la fuente y la razón de ser de los demás derechos, pueda sustituirse con un desenfadado y cruel relativismo, por un “todos menos algunos”, es decir, los que elija el legislador de turno, de espaldas a lo que ordena nuestra constitución, pues como afirma el aforismo jurídico que es principio general del Derecho: “ubi lex non distinguit, nec nos distinguere debemus” (“donde la ley no distingue no debemos distinguir”).
Y esto, aunque parezca un desacato al Tribunal Constitucional —que sí lo es—, es también la respuesta que Pedro pronunció ante Sanedrín de Jerusalén después de Pentecostés, cuando les dijo a los jueces que le acusaban de predicar las enseñanzas de Jesús: “Juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él”.
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Por supuesto que ya sabemos, que desde el otro lado del “derecho de defensa de la vida”, se argumenta que en un Estado laico como el nuestro, no valen las referencias religiosas, pues “Dios no existe”, y que tampoco se pueden objetar referencias morales, toda vez que los conceptos eternos del bien y del mal, en aras del relativismo imperante, se deciden ahora por consenso humano, sin que valgan o puedan oponerse a estas decisiones las normas divinas o naturales. Y en cuanto a las referencias jurídicas, se nos repetirá lo decidido por el Tribunal Constitucional, que validó las prácticas abortivas. Pero con todo ello ya contamos.
Por eso es muy de lamentar que en este contexto, la diputada del Partido Popular, doña Celia Villalobos, Vicepresidenta del Congreso de los Diputados, no pudiera soportar el discurso de una compañera de escaño en defensa de la vida humana, y muy ofendida como mujer que comparte la “Ideología de género”, se ausentara antirreglamentariamente de la Cámara.
Y es que la muerte del no nacido es un acto de lesa humanidad, y clama justicia contra la muerte del inocente. Pues ¿acaso hay algo más inocente y desvalido que un niño en gestación? ¿Acaso la profanación del seno materno por los garfios del matarife, allí donde nace y se hace toda vida humana, merece ahora mayor comprensión que los sacrificios de antaño, cuando los niños griegos o romanos eran despeñados por nacer con algún defecto? ¿O es que el embrión que se destruye no tiene vida, y los restos que se arrojan a la trituradora aséptica de la clínica abortista no son otra cosa que desperdicios inertes? ¿No hay germen o rastro de vida en el origen natural de la vida humana?
No hay discusión posible a este respecto. El feto que crece y se desarrolla en el claustro materno tiene vida, es la vida que llega, es un ser vivo que quiere nacer, y desde el momento mismo de la concepción, cuando el óvulo femenino es fecundado por el espermatozoide masculino, ya tiene un alma inmortal, ya es una nueva e irrepetible criatura de Dios. Así lo canta el salmista: “En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías, siempre he confiado en ti” (Sal 71, 6). ¿Cómo es posible entonces tanta crueldad y tanto desdén por el ser vivo que crece y se desarrolla en el seno de la madre?
silenciar la palabra asesinato
A veces, preguntas complicadas como esta tienen respuestas sencillas. Parece ser que todo es cuestión de nomenclatura, de pura semántica para iniciados en las banalidades de la vida. Desde los más puros enfoques del relativismo moral, desde el “laboratorio especializado en evitar que a las cosas se las llame por su nombre”, se dora la píldora del acto más repugnante que practica nuestra sociedad del bienestar, y a la muerte del feto, al asesinato alevoso de un ser vivo con derecho a nacer y ser amado, se le denomina “interrupción voluntaria del embarazo” (IVE).
Es decir, que ni el legislador que promulga la ley, ni el juez que la sanciona, ni la madre que decide abortar, ni las organizaciones internacionales que lo propugnan, ni los simples defensores del aborto, ninguna de esas personas, quiere matar al niño. ¡Cómo podría decirse tal atrocidad! ¡Nada de eso! Solo pretenden interrumpir el embarazo, pues eso significa la palabra, “hacer que una cosa empezada pero no acabada no continúe definitivamente o por un tiempo limitado”. ¡Claro, eso es otra cosa! Así ya se puede abortar. No hay muerte, solo interrupción del embarazo. Es un acto tan sencillo como apagar la luz. No duele.
Y es que en estos nuevos tiempos de la impostura moral, resulta imprescindible ser cautos y precavidos con los vocablos para que la gente no se asuste, y entonces se recurre a la gramática. La figura elegida en este caso es el eufemismo, que consiste en “elegir una palabra o expresión más suave y decorosa con que se sustituye a otra considerada tabú, de mal gusto, grosera, o demasiado franca”. ¿Y cuál es esa palabra “tabú, de mal gusto, o demasiado franca” que se quiere sustituir? Es la palabra “muerte”, pues nadie en su sano juicio puede pretender matar al niño. Si el aborto matara, sería más difícil explicarlo ante la sociedad. Se intentó decir que el feto no era un ser vivo, que el feto era “otra cosa”, como dijo de modo inconsciente la ministra Bibiana Aído, pero científicamente eso no cuela. Lo más sencillo es cambiarle el nombre. Y funciona. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, y “no hay mejor ciego, que el que no quiere ver”.
Desgraciadamente la semántica no es capaz de “interrumpir la realidad”, solo la disfraza y la entretiene. El aborto mata, total y absolutamente. La ley que lo despenaliza es una “pena de muerte” para el feto, para el que no se cumple su abolición constitucional, y se incumple la Ley eterna de Dios que se nos dio en tablas de piedra; esa ley no escrita de la naturaleza que siempre desea el triunfo de la vida, y la propia ley positiva que nos hemos dado los españoles, diga lo diga el Tribunal Constitucional.
Horacio Vázquez