El hombre moderno camina sofocado por el peso de la melancolía y la desesperanza. Por mucho que se pinte y maquille su rostro, no deja de ser una vieja prostituta que añora la mirada del esposo de su juventud. Ya no es libre y carece de esperanza; pero en lo más íntimo de su corazón sigue anhelando el primer encuentro de amor con su Esposo.
Nos encontramos ante un cambio de época. Ya no vivimos en la cristiandad, ya no podemos presuponer la fe en los que nos rodean. Europa corre a toda velocidad hacía la apostasía. Se legisla y se difunde una cultura sin Dios. Se silencia a Dios en nombre de la fe en la humanidad, y se persigue la cruz de Cristo en nombre de la tolerancia. Más “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene la vida”, nos dice Benedicto XVI (Spe Salvi).
Ante esta situación, el gran tesoro que puede repartir la Iglesia entre todos los pobres de la tierra es este: la esperanza. La esperanza y la alegría de la fe. Porque el hombre contemporáneo viviendo triste y sin esperanza camina hacía el suicidio. Y todo hombre tiene derecho a escuchar —aunque solo sea una vez en su vida— el anuncio del Evangelio. “No hay cosa más grande en el mundo que el anuncio del Evangelio”, dice Kiko Argüello.[1] Porque “Dios ha querido salvar al mundo mediante la necedad de la predicación” (1 Co 1,21).
te desposaré conmigo en fidelidad
No hay mayor obra de caridad que anunciar a esta vieja prostituta el amor del Esposo que la sigue esperando cada día en su historia y en su vida; presentársela al Esposo, para que la revista y la embellezca, y se la presente a sí mismo como la amó desde el primer día de la creación, como la Novia más hermosa, en su Banquete de Bodas.
“La fe se decide en la relación que establecemos con la persona de Jesús, que sale a nuestro encuentro” en la Iglesia “el espacio ofrecido por Cristo en la Historia para poderlo encontrar”.[2] El Esposo nos invita a vivir la fe en pequeñas comunidades, y nos invita a “construir comunidades acogedoras, en las cuales todos los marginados se encuentren como en su casa” para ser luz en medio de la oscuridad y “que con la fuerza ardiente del amor —Mirad cómo se aman (Tertuliano)— atraigan la mirada desencantada de la Humanidad contemporánea”.[3]
Todos nosotros, como esta mujer, necesitamos de la Palabra, “lámpara para mis pasos”, para encontrar al Esposo en nuestra historia de cada día. Como esa mujer prostituta, también nosotros, por el sacramento de la Penitencia y la Eucaristía, somos bañados de nuestras inmundicias, revestidos de blanco, e invitados a sentarnos a la mesa con el Esposo. Como esta mujer, también nosotros necesitamos de la Iglesia para amar al Esposo y descubrirle cada día detrás del rostro pobre y miserable de cada hermano, “el otro es Cristo”, y solo así esta mujer prostituta puede besar a su Esposo cada día “al encontrarle en la puerta” de su vida.
[1] Kiko Argüello, El Kerigma, Buenas Letras, Madrid 2012.
[2] Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de los Obispos, 26-10-2012.
[3] Ibídem.