En aquel tiempo, fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él.
Y él se puso a decirles: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.» Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.
Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»
Y Jesús les dijo: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: «Médico, cúrate a ti mismo» y’ «haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».»
Y añadió: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos habla en Israel en tiempos de] profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba (San Lucas 4, 16-30).
COMENTARIO
“El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor”.
Con estas palabras comienza Jesucristo su entrada en la sinagoga de Nazaret. Si nos paramos unos segundos a meditar estas palabras, descubrimos que el Señor está anunciando a todos los allí congregados la misión que le ha traído a la tierra.
“Evangelizar a los pobres”. Y aquí pobres somos todos los seres humanos. Y no sólo pobres de espíritu: pobres de conocimiento del Amor de Dios; pobres del conocimiento de las necesidades y del bien de los demás; pobres de voluntad para amar a Dios sobre todas las cosas: pobres para hacer el bien a todos como ellos lo necesitan, a nosotros nos gustaría hacer y como Jesús nos manda que lo hagamos: “amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
“Proclamar a los cautivos la libertad” ¿Quién puede liberar al hombre de la esclavitud del pecado? Dar a conocer su Divinidad, la Redención al morir por nuestros pecados.
La libertad de la gloria de los hijos de Dios. Libertad para dejar de pecar, para arrepentirnos si hemos pecado y pedir perdón en el sacramento de la Reconciliación. El pecado es el que esclaviza radicalmente al hombre, es el arma del diablo para alejarnos de Dios. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se deja clavar en la Cruz, cargando con nuestros pecados, para decirnos que “nadie ama más que el que da su vida por sus amigos”. Y eso es lo que ha hecho Él, Dios, por nosotros.
“Y a los ciegos la vista”. Crucificado en la Cruz, el Señor nos abre los ojos para que veamos nuestras miserias, seamos conscientes de nuestros pecados, descubramos el Amor que lo tiene clavado en la Cruz, y abramos nuestros ojos para alabarle, darle gracias, amarle y adorarle, y para que descubramos que lo que hacemos por uno de nuestros hermanos, lo hacemos por Él.
“Para poner en libertad a los oprimidos”. Las tentaciones siempre están presentes en nuestro vivir cristianos. Tentaciones que nos invitan a no creer en las verdades del Credo, a no seguir las indicaciones de los Mandamientos, a confiar en nuestras propias fuerzas para hacer lo que queramos, y constituirnos así en hacedores de nuestro propia Moral. “Yo soy quien discierne lo que es bueno y lo que es malo”, es la tentación en la que caen tantas personas con las que nos encontramos cada día.
“A proclamar el año de gracia del Señor”. Y esta es la gran misión que la Iglesia está llamada a anunciar a todas las gentes hasta el fin del mundo. Y lo hace, siguiendo las enseñanzas de Cristo, Único Salvador y Redentor del mundo, Dios y hombre verdadero. Recordando todos los Mandamientos, y animando a todos los hijos e hijas de Dios a vivir los Sacramentos; y alimentar su inteligencia con la luz de la Fe, recordando a menudo las verdades del Credo.
“Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y siguió su camino”
“Y siguió su camino” El Señor sale siempre a nuestro encuentro. Nos busca como buscó a los doctores en el templo, como buscó a los apóstoles cuando estaban remendando las redes. Nos busca enseñándonos a rezar, con amor y humildad, a Dios Padre: “Padre nuestro, que estás en el Cielo…”.
Nos busca para que en nuestra inteligencia y en nuestro corazón, abiertos a la Luz como está abierto el corazón de un niño, se asiente la Fe, la Esperanza, la Caridad que siempre nos harán descubrir a Cristo en el templo de nuestra alma. Y acompañados de la Santísima Virgen lo descubriremos, lo acogeremos y le rogaremos que no nos dejé nunca, y que nunca caigamos en la tentación de querer apartarlo de nuestro vivir, como hicieron los habitantes de Nazaret.