«En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. Él replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!”. Los discípulos se extrañaron de estas palabras.Jesús añadió: “Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”. Ellos se espantaron y comentaban: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Jesús se les quedó mirando. y les dijo: “Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”. Pedro se puso a decirle: “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Jesús dijo: “Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones- , y en la edad futura, vida eternal”». (Mc 10,17-30)
Se dice que cuando uno le pregunta a un italiano dónde comienza el sur, indefectiblemente marca la línea por donde él vive. El sur empieza en Florencia para los florentinos, en Roma, para los romanos, en Nápoles para los napolitanos, etc. El sur, y cierto menosprecio, empieza a partir de cada cual.
Con el dinero ocurre lo inverso. Si se le pregunta a una persona de «buena posición» si es rico, lo negará. Y si se le pregunta a un millonario, condescenderá a reconocerse como de clase media-alta. En resumen, los ricos empiezan siempre a partir de la propia posición. Conclusión; no hay ricos, ni en la lista Forbes de mayores fortunas. Así, por nuestra subjetivo encasillamiento, la palabra del «joven rico» no tiene destinatarios y se pierde en el vacío.
Pero Jesús, el Maestro, conoce nuestra capacidad para esquivar sus mensajes y los aclara. «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!». Esto sí lo entendemos todos, no tenemos escapatoria y, como a los discípulos, nos produce espanto.
Si la dificultad radica en la confianza en el dinero, que no en la cuantía del dinero, entonces estamos delatados. Se nos está afeando algo innegable. ¿Cómo no confiar en el dinero? ¿Acaso se puede confiar en alguna otra «cosa»? Del dinero depende nuestra vida, la existencia…, la sociedad está organizada con el dinero, es necesario un mínimo de seguridad, cubrir necesidades básicas, «el obrero tiene derecho a su salario«, etc.. ¿Por qué no se puede poner la confianza en el dinero para entrar —ahora, en el presente— en el reino de Dios? Esa exigencia absurda, incomprensible, nos pone a todos fuera del Reino. A todos, pobres o acomodados, con o sin dinero, pero con ansias de dinero.
El espanto de los discípulos, que es el nuestro —si nos dejamos alcanzar por la predicación de Jesús, que aquí nos llama «Hijos»— está más que justificado. Si se trata de confiar en el dinero, indubitadamente todos somos «el joven rico». Jesús atraviesa la coraza del dinero y se interesa por algo mas profundo, «la confianza». Y esto lo ha repetido muchas veces. No se puede servir a Dios y al dinero. La «confianza» o está puesta en Dios o sigue puesta en el dinero. Ahí radica la predicación; la conversión a la que nos invita consiste en un «cambio de confianzas»: pasar de descansar —o ensoñar el descanso— sobre el dinero, a vivir un absoluto abandono en Dios.
Que es difícil tal abandono de corazón, por supuesto. La pedagogía de Jesús lo hace plástico en la imágen de un camello desfilando torpemente por una aguja. Tienen razón los discípulos cuando, desalentados, preguntan: «Entonces, ¿quien puede salvarse?”. Y El Señor no rebaja en lo más mínimo su lógica conclusión, al contrario, la agrava. No es que sea difícil salvarse, es que es «imposible». Ciertamente, a poca sinceridad interior que juntemos, convenimos en que es «imposible» lo uno y lo otro: dejar de confiar en el dinero y entrar en el Reino de Dios.
Y de nada vale haber cumplido los mandamiento desde pequeño. Faltan dos cosas. Y la prueba de nuestra «confianza en el dinero» (verdadera obsesión por el dinero) es que no prestamos atención a la segunda propuesta. Jesús le invita a vender «lo que tienes» y dar el dinero a los pobres, pero eso no es lo importante, aunque todos encallamos aquí; lo trascendental es que El Señor lo invitó a vivir con Él. «Y sígueme».
Tradicionalmente nos hemos proyectado en el joven rico comprendiendo su pesar por la sencilla razón de que, como relata el evangelista, era muy rico. No. Su tristeza deriva de haberse negado a seguir a Jesús, por el apego a «lo que tenía», porque tenia puesta su confianza en el dinero y esa «confianza» más que el propio patrimonio es la que le impedía cambiar de Señor.
Jesús no arremete contra los ricos, sino que evidencia que su «seguimiento» es incompatible con la confianza en el dinero. Comprende perfectamente las ataduras de los hombres (el cumplimiento de la Ley y el amor al dinero) y eso no le impide amarlos —lo miró con cariño—, pero responde seriamente a una pregunta muy seria: «¿Que haré para heredar la vida eterna?«. La respuesta —se la dará a Pedro— es un cambio total; no se trata de lo que tú puedas hacer aunque te arrodilles y me llames bueno —al cumplimiento de la Ley le puede faltar el corazón— sino de lo que Yo haga; tú sígueme. El riesgo del «sígueme» es incompatible con la «confianza» en el dinero. Por eso Jesús lo explica: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo«.
Francisco Jiménez Ambel