«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Es inevitable que sucedan escándalos; pero ¡ay del que los provoca! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar. Tened cuidado. Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘lo siento’, lo perdonarás. Los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería”» (Lc 17,1-6).
Hoy, en la fiesta de San León Magno, Papa, la Iglesia proclama este corto fragmento de Lucas en el que, en pocas palabras, toca tres temas importantes y aparentemente inconexos: el escándalo, el perdón de las ofensas y la fe. Sin embargo, el evangelista los yuxtapone porque realmente tienen una gran conexión entre sí.
Jesús nos alerta a tener cuidado, a acoger a los “pequeños” como al propio Jesús, a no despreciarlos ni menospreciarlos. En el paralelo de Mateo a este evangelio, Jesús nos dice que si no nos hacemos como niños no entraremos en el Reino de Dios. Y que quien acoge a un niño, a un pequeño, a uno al que todos desprecian, le acogemos a Él mismo. S. Pablo dirá que Dios ha escogido lo débil y lo despreciable del mundo, lo último, lo que no cuenta para el mundo, para confundir a los fuertes, sabios y poderosos. Jesús mismo, siendo Dios, se ha hecho el último, el esclavo de todos. Se ha hecho la abominación de las gentes, el esclavo de los dominadores, muriendo en una cruz como un malhechor, como un pecador, como un maldito. “Él, que no tenía pecado, se ha hecho pecado por mí”, dirá también S. Pablo. Así, los que quieran ser los primeros en el Reino de Dios, que se hagan los últimos. Este es el sentido de la palabra “pequeño” que emplea Lucas. Por eso, ¡cuidado de no escandalizar a estos pequeños que buscan al Señor y desean ver su rostro! Estos “pequeños” que llevan en su existencia el morir de Jesús, los oprobios de la gente, la humillación y el desprecio, que son los últimos y los pobres de la tierra, los anawin, porque de ellos es el Reino de Dios y Jesús los llama bienaventurados.
Si tu hermano te ofende, corrígele y repréndele. Pero si te pide perdón, perdónale. Tantas veces como sea necesario. Setenta veces siete al día, si te pidiera perdón tantas veces. Porque si nosotros no perdonamos a los hombres sus ofensas, tampoco nos perdonará nuestro Padre del Cielo a nosotros nuestras ofensas. Dad gratis lo que habéis recibido gratis. Demos perdón gratis porque hemos recibido muchísimo perdón gratis. Setenta veces siete no es cuatrocientas noventa veces. Dice el Talmud que es un número tan grande como poner setenta sietes seguidos. Si perdonáramos a alguien cada segundo necesitaríamos para llegar a esa cifra trillones de trillones de trillones de veces la edad del universo, desde el Big Bang. Una manera hiperbólica de decir, ¡siempre!, ¡infinitamente!, como infinito es el amor de Dios. “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. En eso consiste la perfección de Dios, en que es eterno (infinito) su amor y su fidelidad, como dice el salmo.
La fe es la certeza de que Dios nos ama así, de que Dios nos perdona así. Pero, ¿lo sabemos de verdad? ¿Somos conscientes de ello? ¿Cuánto somos conscientes? ¿Cuánta certeza tenemos de ello? Los apóstoles creían que la fe era algo cuantitativo, como nosotros también tantas veces. Y decimos, como ellos le decían, “Señor, auméntanos la fe”. Pensamos que se puede tener mucha o poca fe. No, no es así. La fe se tiene o no se tiene; no es cuestión de mucha o poca. Por eso Jesús nos tiene que decir que si tuviéramos fe como un granito de mostaza —una de las semillas más pequeñas que existen, que apenas si se puede ver una sola— le diríamos a una morera o a un monte que se arrancara de raíz y se trasplantara en el mar, y lo haría. Defendamos la fe que el Señor nos ha regalado y Él nos irá dando cada vez más motivos de confianza en su poder cada día de nuestra vida.
Así y todo, “aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas —dirá S. Pablo a la iglesia de Corinto— si no tengo caridad, si no tengo amor, no vale para nada. Porque el amor es paciente, es servicial, no es envidioso, no se jacta, no se engríe, es decoroso, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo cree, todo lo excusa, todo lo espera, soporta todo. Porque el amor es Dios” (1 Co 13,1-13).
Ángel Olías