En aquel tiempo, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas.
Cuando se hizo tarde se acercaron sus discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y ya es muy tarde. Despídelos, que vayan a los cortijos y aldeas de alrededor y se compren de comer».
Elles replicó: «Dadles vosotros de comer».
Ellos le preguntaron: «¿Vamos a ir a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?».
Él les dijo: «¿Cuántos panes tenéis? Id a ver».
Cuando lo averiguaron le dijeron: «Cinco, y dos peces».
Él les mandó que la gente se recostara sobre la hierba verde en grupos. Ellos se acomodaron por grupos de cien y de cincuenta.
Y tomando los cinco panes y los dos peces, alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los iba dando a los discípulos para que se los sirvieran. Y repartió entre todos los dos peces.
Comieron todos y se saciaron, y recogieron las sobras: doce cestos de pan y de peces.
Los que comieron eran cinco mil hombres (San Marcos 6, 34-44).
COMENTARIO
Es normal que Cristo se compadezca al ver las muchedumbres desperdigadas sin pastor. El es el buen pastor que da la vida por sus ovejas. Lo que no es normal es que los cristianos, siendo seguidores de Cristo no sientan la urgencia del apostolado, la necesidad primaria de comunicar a Cristo a todos los rincones de la tierra.
La sensibilidad de Cristo procede no solo de su condición humana sino también de la suya divina. No hay confusión ni mezcla en la unión de ambas naturalezas en la persona de Cristo. Y ambas naturalezas originan una sensibilidad humano-divina que no tiene parangón.
Pero que Cristo sea Dios no autoriza para que los cristianos se rindan desanimados ante la abundancia de ignorancia religiosa. Al contrario, apoyados en su fuerza, nos lanzamos al combate por la ayuda de las almas.
Con frecuencia buscamos excusas, incluso divinas, para no entregarnos a la tarea que se nos presenta por delante. Labor ingente, preciosa, que está por encima de nosotros, no solo por lo grande sino por la misma naturaleza. Estamos ante algo sobrenatural. Solo Dios puede entrar en el santuario que son las personas para conquistarlas para los Cielos. Nosotros somos siervos inútiles, colaboradores de la gracia, cuyo principal empeño es no poner obstáculos a la obra del Señor.
Si Cristo se compadeció de aquellas pobres gentes nosotros deberíamos también compadecernos, sin complejos o falsas humildades.
Satanás suele exagerarlo todo. Le gusta exagerar la cruz para que no podamos con ella. Es justo este sufrimiento divino el que nos da fuerzas para colaborar con Cristo en los asuntos del Reino.
Estamos cerca de Cristo. El está incluso dentro de nosotros. Pero el mal espíritu puede incluso desproporcionar la relación con él haciéndonos creer que no somos dignos, que nos somos nada. Y es verdad. Pero si él ha venido por nosotros y para nosotros entonces es que no somos tan indignos como satanás pretende.
No somos nada, pero por misericordia estamos llamados a reproducir la vida de Cristo. No somos dignos pero el nos dignifica dignándose llamarnos discípulos suyos.
Por tanto manos a la obra y tengamos los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Sintamos la sed de almas, vivamos la compasión de nuestros hermanos, que andan extenuados como ovejas sin pastor.
Es el Señor el que nos involucra en su misma compasión. El tiene compasión de mí para que yo a su vez pueda tener compasión de los demás.
Sentir compasión es el inicio de tener misericordia. Experimento que las miserias humanas no me repelen sino que misteriosamente me atraen. Un médico es atraído poderosamente por las heridas porque constituyen éstas incentivo para su ingenio y su bondad. Las dificultades despiertan inteligencias. Las miserias, necesidades o sufrimientos ajenos despiertan misericordias y compasiones sanadoras.
En el tema de la compasión se puede presentar otro problema. Que la persona a la que se dirigen las atenciones no reconozca o no quiera reconocer que es digna de ayuda.
Con el correr de los años se va viendo con más claridad aún lo malísimo que es el orgullo y a soberbia. La prepotencia y altanería ciega y destruye; me aleja de lo real, de la verdad.
Menos mal que las personas que aparecen en este evangelio no rechazaron esta vez la acción misericordiosa del Señor. Escuchaban sus enseñanzas profusas y luego recibieron con asombro el alimento material que los procuró.
La humildad de Cristo es increíble. Nos reclama para que él pueda realizar sus obras. No le hacen falta sacerdotes pero os instituye para la prolongación de su sacerdocio. No les hace falta ayudantes pero nombra discípulos que participan de su doctrina y de su ministerio apostólico. No le hace falta la criatura pero la crea para que su amor sea vivido por seres que no son él. Y así todo. Es una humildad divina, modelo y desmedida de toda humildad humana.
Nos gustaría que los hombres de nuestro tiempo pudieran tener esa sensatez para reconocer que están como ovejas sin pastor. Que están necesitados. Simplemente necesitados. Que tengan la humildad requerida para nutrirse de la verdad y del pan de Dios y rechacen toda soberbia, que les hace beber veneno.
Hombres que quieran sentarse en el suelo para recibir su pan, sin prejuicios; que sepan mirar a lo Alto y reconocer que es ahí desde donde les viene la salvación. Hombres que reconozcan la necesidad de la salvación.
Nosotros, por nuestra parte, no estropeemos el plan de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Hagamos nuestra labor de obedecer a Cristo para favorecer la obediencia sacra de los demás al Señor.
Seamos al menos nosotros lo que aceptemos todo el Amor que Dios nos tiene para, así, hacer más creíble todo el amor que Dios les tiene.