Recorría Jesús Galilea, pues no quería andar por Judea porque los judíos trataban de matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Una vez que sus hermanos se hubieron marchado a la fiesta, entonces subió él también, no abiertamente, sino a escondidas. Entonces algunos que eran de Jerusalén dijeron: “¿No es este el que intentan matar? Pues mirad cómo habla abiertamente, y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido de que este es el Mesías? Pero este sabemos de dónde viene, mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene”. Entonces Jesús, mientras enseñaba en el templo, gritó: “A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él, y él me ha enviado”. Entonces intentaban agarrarlo; pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora (San Juan 7, 1-2.10.25-30).
COMENTARIO
Jesús es el enviado del Padre. Aquí lo repite dos veces, y es gritando dentro del Templo de Jerusalén. Y en una solemnidad importantísima: la fiesta de las Tiendas. Esas tiendas que, en la Transfiguración, Pedro quiso edificar en lo alto del monte Tabor.
Pero ya hay un monte, y un templo y un lugar elegido por Yaveh para establecer su morada e irradiar la salvación a todos los hombres. Y es aquí, y en medio de una persecución ya desatada, dónde se produce esta gran autorevelación. Yo soy EL ENVIADO del Padre, a quien no conocéis.
Ya sé – dice Jesús – que vosotros esperáis al Mesías, y sabéis mucho de esa promesa, pero hay cosas que no os cuadran. Este choque entre las expectativas y la autorevelación de Jesús, era un grave asunto para los judíos y es el tema capital para cada uno de nosotros.
Jesús se sabía amenazado, pero no por eso deja de subir – ¡como sus hermanos! -a la fiesta, aun tomando sus precauciones. Y una vez en el corazón de Jerusalén, enseñando en el propio templo, allí se identifica para dar pleno cumplimiento a su misión. Él tenía que “despaganizar” el Templo, la casa de su Padre; tenía que depurarla de toda clase de desviaciones y corruptelas; sobre todo, tenía que presentarse allí como El Enviado del Innombrable. No venía de un dónde sino de un Quien.
Esta por medio la persecución; su “búsqueda y captura” estaba decretada y era pública ¿Cómo es que lo dejan tan tranquilamente “enseñar” en el Templo? Y Para colmo: ¿Acaso no se habrán convencido nuestros dirigentes de que este rabí es el Mesías esperado? Pero hay algo que no encaja; todo habría de ser misterioso y resulta que a este lo conocemos, lo venimos siguiendo hace tiempo.
Es impactante el nombre que aquí Jesús utiliza para hablar de su Padre: el Verdadero. Es síntesis de varias epifanías: Yo soy el que soy; Y soy la verdad…; yo doy testimonio de la verdad, en verdad en verdad os digo, etc. Y es exactamente por esta “confesión” por la que será condenado a muerte, aunque no había llegado su hora y no pudieron echarle mano. Esa declaración – impostura para las autoridades – le valió la muerte. Y a nosotros la salvación.
El error de aquellos que se asombran de su enseñanza en libertad estriba en que esperan un ignoto origen geográfico, pero Jesús señala otra proveniencia; viene del Padre. Es Él quien lo ha enviado, y ese origen personal desborda todo esquema físico o religioso, cualquier demarcación de las tribus de Israel o alusión a tierras lejanas.
Jesús, viene del Padre, lo conoce y lo obedece; es su enviado.
Ya no es el Bautista el que da testimonio. Tampoco es la voz directa del cielo, como en el Jordán o en el Tabor; ahora es el Hijo, con la propia autoridad de Hijo unigénito, completando la Trinidad, quien se autorevela como Hijo del Padre, y como su Enviado.
Es frente a esta descomunal verdad, incontestable dato, ante lo que se produce la reacción homicida. Es mucho más de lo que nuestros oídos pueden tolerar; a un individuo que tales cosas dice y hace no hay más remedio que aniquilarlo.
Ya no es cosa de que las autoridades rivalicen con él; ahora es el pueblo el que comprueba directamente que se hace pasar por hijo de Dios, y eso sería una blasfemia insufrible. Por eso le querían echar mano. Pero no había llegado su hora. Y las reacciones humanas no tienen la última palabra. De hecho veinte siglos después hay muchos que siguen pretendiendo echarle mano, y ante su inasibilidad persiguen a sus hermanos (fáciles de identificar porque suben a la fiesta). No saben que el Hijo del Hombre probaría la veracidad de su naturaleza, y del envío del Verdadero, resucitando al tercer día, evidenciando en la cruz que la muerte no tiene poder sobre Él, y que las intenciones asesinas no triunfan definitivamente. Ni controlan los tiempos, la hora, ni modifican la realidad; la resurrección es posible y, por tanto, infligir la muerte resulta una acto ineficaz frente al Verdadero y a su Enviado. Jesús es el Enviado, aunque los viñadores quieran darle muerte y heredar la viña.