Patricia sabe que tiene un hijo en el cielo intercediendo por ella y su familia, tan menudo en estatura como grande en hacerles presente el amor de Dios. Durante 23 semanas lo llevó en su seno, soñó con él, lo cuidó y alimentó; pero el proyecto de Dios diseñado para Manuel era otro.
Con poco más de cinco meses de gestación quiso salir del vientre de su madre. El parto daba comienzo cuando ni él, ni su madre siquiera, estaban preparados para afrontar semejante proceso. Con la pérdida de líquido y las primeras contracciones se iniciaba el calvario de sufrimiento que desembocó finalmente en el triunfo de la vida sobre la muerte. “Ha sido un tiempo muy duro —explica Patricia—, pero también un memorial para siempre. De nuevo he experimentado cómo en la cruz te encuentras con Jesucristo y Él no te abandona”. En esta sociedad donde se preconiza la rentabilidad y todo se valora en términos de utilidad, una vida truncada no tiene sentido. Se trata de un episodio molesto que conviene olvidar cuanto antes para dar paso a lo que realmente cuenta, lo placentero, lo ventajoso. A Patricia y su marido Antonio la cultura de la muerte les quería envolver en su maraña de eufemismos y artillería directa; pero la fe en la vida eterna ha salido en su defensa y de nuevo la esperanza ha triunfado. ¿Cómo se iniciaba este acontecimiento? Aunque estaba embarazada de 23 semanas, empecé a notar pérdida de líquido. En el hospital me advirtieron que estaba de parto. Tenía la bolsa prolapsada, lo que significaba que el niño podía nacer en cualquier momento. ¿Cuál es el protocolo en estos casos? Me ingresaron, aunque nadie sabía cómo iba a acabar todo, pues podía ser cuestión de un día o de tres meses. Me pusieron una inyección para madurar los pulmones del bebé, ya que eso aumenta notablemente las posibilidades de supervivencia en prematuros. Pedí medicación para detener el parto, pero me dijeron que el útero no responde antes de las 25 semanas de gestación. La doctora me invitó a no hacerme ilusiones, a pesar de que insistí en que tenía otra niña de nueve años también prematura. Me preocupaba la intendencia de los otros cuatro hijos que tenemos, pero decidí dejarlo en manos de Dios. Esa noche la pasé tranquila, acompañada por una amiga, pues mi marido se quedó con los niños y no ocurrió nada especial. ¿Cuándo comenzó entonces el proceso? La segunda noche estaba sola y cansada, pero no conseguía dormir. Mientras mi hijo y yo velábamos, me venía a la cabeza un himno pascual: “¿Qué ves en la noche?, dinos, centinela: Dios como un almendro con la flor despierta. Dios que nunca duerme, busca quien no duerma.” Sabía que había mucha gente rezando por mí. Comenzaron entonces las contracciones, cada vez más fuertes y, al amanecer, noté como se rompía la bolsa. El personal sanitario se lo tomaba con mucha tranquilidad, pues para ellos era un caso perdido. Yo rezaba insistentemente y me acordaba del canto “Aquedah” de Isaac: “Atame, átame fuerte, Padre mío, que yo no me resista”. ¿Cuándo nació el niño? Al fin me llevaron al paritorio. Nació en seguida. Era muy pequeño, pero estaba perfectamente formado y le latía el corazón. Lo cogí y con mis lágrimas yo misma lo bauticé con el nombre de Manuel; lo abracé, le di un beso y se lo llevaron envuelto en un paño estéril verde. Me quedé en observación, temblando aunque también sintiéndome acompañada por Dios en todo momento. La matrona que me asistió me comunicó, poco después, que el pequeñín había sufrido un neumotórax, es decir, tenía aire alrededor de los pulmones y estaba muy mal. ¿Avisaron a tu marido? Sí, aunque cuando llegó, ya había pasado el parto y no lo pudo ver. Subió a la planta de neonatos para informarse, pero nadie le atendió. Media hora más tarde volvió y le dijeron que habían tenido que drenarle y estaban haciendo todo lo posible para que viviera. Cuatro horas después nos comunicaron que había fallecido. ¿Qué sentisteis entonces? Aunque yo estaba preparada para lo peor, pues el personal sanitario, al no considerarlo viable, así me lo daba a entender, la muerte siempre es dolorosa. Hubo un gran cúmulo de desatinos por parte de todo el personal, pero “de todo se sirve Dios para bien de los que le aman”. ¿Cómo fueron los momentos posteriores al fallecimiento? En realidad, a partir de entonces comenzó una situación tan surrealista que parece mentira que pueda ocurrir en España y en estos tiempos. Cuando preguntamos qué se hacía con el cuerpo del bebé, nos contestaron que, puesto que el niño tenía menos de 25 semanas y había muerto en las primeras 24 horas de vida, los padres no teníamos derecho legal sobre él y debía ir al Instituto Anatómico Forense. Esto aumentó nuestro dolor porque es nuestro hijo y queríamos darle sepultura. Qué pasó después? Mi sorpresa fue cuando entró una chica del personal y me preguntó si quería despedirme de Manuel. Para mí fue como un ángel enviado por Dios, ya que me permitía rezar unos minutos con él. Cuando yo le conté mi tristeza por tener que cederlo obligatoriamente, me informó que eso no era así, que debía haber una equivocación, puesto que los padres teníamos tres opciones: incinerarlo, enterrarlo o donarlo para investigación. Sentí de nuevo el consuelo de Dios y le planteamos al médico nuestro deseo de enterrarlo. ¿Reconoció abiertamente su error? Parece mentira, pero el médico seguía empeñado en hacernos desistir de la idea de entregárnoslo. Argumentaba que era un proceso largo de papeleo, que nos iba a costar una suma importante de dinero, que con esto prolongábamos el duelo y que por ello era mejor donarlo para investigación. Cuando le pedimos por primera vez que nos firmara el acta de defunción, él se negó. Al día siguiente, tras mucho insistir accedió al fin a rellenar los papeles y firmarlos. Con el tiempo pegado a los talones, pues el plazo de 72 horas que establece la ley para retirar un cuerpo del hospital estaba a punto de acabar, los llevamos a admisión y al tanatorio, pero no llegamos a tiempo. Además los papeles estaban mal rellenados. Pero bueno, ¡qué obstinación en negar algo que al fin y al cabo no era de su incumbencia! Eso pensábamos nosotros. Yo le pedía a Dios discernimiento para saber si estaba en lo cierto o me empeñaba en algo que no era oportuno. La respuesta la tuve cuando en la segunda lectura del Oficio de ese día, que era de la “Carta a Diogneto”, se especificaba que los cristianos, igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Eso me dio fuerzas para seguir insistiendo. Con un permiso de Sanidad, el tanatorio del hospital amplió el plazo 24 horas más y finalmente pudimos presentar los papeles debidamente cumplimentados. ¿Conseguisteis dar sepultura a Manuel? Por fin tres días después, acompañados por toda la gente que nos quiere, pudimos realizar una ceremonia preciosa y enterrarlo junto con un rosario y un trozo de la palma de la victoria del Domingo de Ramos. Ese día y los siguientes, el Señor me permitió disfrutar de una paz que no venía de mí, sino de la certeza absoluta en la resurrección de la carne. ¿Qué percepción te llevas de este acontecimiento respecto al mundo que nos rodea? En primer lugar he podido ver a qué velocidad está avanzando en nuestra sociedad la cultura de la muerte. Desde el primer momento Manuel fue, como dice un canto a Cristo sufriendo en la cruz, “menospreciado, estimado en nada, despreciado, desecho de los hombres”. En el fondo todo se reduce al dinero. Sacar un prematuro adelante cuesta mucho dinero. De hecho en el informe médico de alta no consta “parto prematuro”, sino “aborto tardío”. Por eso también el médico y el personal sanitario, interesados en que donáramos el cuerpo para investigación, trataban de enredarnos animándonos a ahorrarnos el dinero. Nos decían: “Piénsenlo bien, que si lo donan, el hospital se encarga de todos los gastos”. Para ellos nuestro hijo no era más que material de desecho. ¿Cómo has vivido estos acontecimientos desde la fe? Ha sido una experiencia dura por la muerte de un hijo y por el cúmulo de negligencias y desa-tinos, debido el escaso interés que mostraban en sacar a Manuel adelante; pero también bonita a la vez, pues en todo momento he sentido a Dios como un Padre que me ha ido mimando. En los momentos en que me venía abajo, me ponía a rezar y siempre encontraba en el salterio una palabra de aliento. ¿Crees que, pese al sufrimiento, Dios ha sido bueno contigo? Sí, por supuesto. Cuando pienso con calma y escruto los hechos, puedo discernir que ha sido un milagro tener la certeza absoluta de que Dios existe y que es Él quien lleva nuestra historia, puesto que el demonio enreda continuamente, y más en los momentos de angustia. Sólo le pido que nos siga dando ojos para ver su obra en nuestras vidas. Además, que todo haya ocurrido en el tiempo pascual también es de agradecer. Si a mí me preguntaran cuándo quisiera morirme, diría que en ese tiempo. Como dice la Escritura, «No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera» (Sb 1,13-14). Antonio y Patricia, junto con sus hijos Israel, Sara, Juan y Judit confían en esta gran promesa de resurrección.