En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. Apenas desembarcó, le salió al encuentro, de entre los sepulcros, un hombre poseído de espíritu inmundo. Y es que vivía entre los sepulcros; ni con cadenas podía ya nadie sujetarlo; muchas veces lo habían sujetado con cepos y cadenas, pero él rompía las cadenas y destrozaba los cepos, y nadie tenía fuerza para dominarlo. Se pasaba el día y la noche en los sepulcros y en los montes, gritando e hiriéndose con piedras. Viendo de lejos a Jesús, echó a correr, se postró ante él y gritó con voz potente: «¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, Hijo de Dios altísimo? Por Dios te lo pido, no me atormentes».
Porque Jesús le estaba diciendo: «Espíritu inmundo, sal de este hombre».
Y le preguntó: «Cómo te llamas?».
Él respondió: «Me llamo Legión, porque somos muchos».
Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella comarca.
Había cerca una gran piara de cerdos paciendo en la falda del monte. Los espíritus le rogaron: «Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos».
Él se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos; y la piara, unos dos mil, se abalanzó acantilado abajo al mar y se ahogó en el mar.
Los porquerizos huyeron y dieron la noticia en la ciudad y en los campos. Y la gente fue a ver qué había pasado.
Se acercaron a Jesús y vieron al endemoniado que había tenido la legión, sentado, vestido y en su juicio. Y se asustaron.
Los que lo habían visto les contaron lo que había pasado al endemoniado y a los cerdos. Ellos le rogaban que se marchase de su comarca.
Mientras se embarcaba, el que había estado poseído por el demonio le pidió que le permitiese estar con él. Pero no se lo permitió, sino que le dijo: «Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti».
El hombre se marchó y empezó a proclamar por la Decápolis lo que Jesús había hecho con él; todos se admiraban (San Marcos 5, 1-20).
COMENTARIO
Este evangelio alberga una serie de trascendentales verdades, que son necesarias e imprescindibles para librar el buen combate de la fe, utilizando la imagen de San Pablo.
Toda lucha se desarrolla contra alguien y si el cristiano tiene un claro enemigo contra el que luchar, ese es el demonio y el mal que dimana de él.
Vemos hoy, a través de San Marcos, el poder devastador de Satanás. Cómo destruye al hombre y le lleva al infierno, cuando se olvida a Dios y se cae ante la seducción del Maligno, el cual desnaturaliza y despersonaliza al ser humano, haciéndo imposible el reconocimiento de Dios. Sólo el Señor y sus elegidos pueden liberar al poseído, siempre a través de la oración.
Los políticos andan afanandos en la presentación de programas que proporcionen a la gente el mayor grado posible de libertad y justicia, pero no aciertan en la identificación de la mayor fuente de opresión y alienación. Se equivocan y abren grifos que no liberan. Pasan por alto el hecho de que sólo Dios puede conceder la verdadera libertad, aquella que, lejos de conducir a la frustración y el vacío, nos lleva a la alegría y al descanso, inmune a todo tipo de contratiempos y adversidades.
Satanás nos tiende una red que tiene el poder de anular nuestra conciencia y autocontrol. Destruye la autonomía que nos da el ser hijos de Dios. Su objetivo es que dependamos absolutamente de él, esclavizarnos.
Cuando Jesús, en el pasaje de hoy, pregunta al demonio cuál es su nombre, este le responde que Legión. Son muchos los demonios que amenazan al hombre, como son muchas las tentaciones e idolatrías que separan al hombre del Señor. Pero el miedo ha sido derrotado en la Resurrección de Jesucristo y el buen ánimo ocupa su lugar. Quién cree en Jesús vence al poder del mal.
Este evangelio nos llama a que todos los días levantemos la mirada al cielo, porque de allí nos vienen todas las bendiciones y gracias que necesitamos para caminar seguros y en paz.
Así mismo, también podemos observar en la Palabra de hoy que, a veces, la acción salvadora del Señor nos pilla a contrapié, porque andamos enfrascados con los engaños del demonio, hemos perdido discernimiento y nuestro corazón está embotado. Podemos estar como aquel ciego de la Escritura que se había acostumbrado a su vida chata y oscura y no echaba de menos el don de poder ver la realidad.
A los habitantes de la región en donde se desarrolla la acción milagrosa de Jesús les preocupa sobremanera el perjuicio económico que les produce la perdida de los cerdos a donde fueron a parar los demonios. Tan poseídos y ciegos se encuentran que le piden al Señor que se marche. No quieren más milagros que desestabilicen su economía. En la actualidad la efigie del dinero está en el centro de la sociedad, con ese resplandor que cierra ojos y corazón. El Señor nos pide que meditemos acerca de esto y que nos esforcemos por discernir y apreciar los milagros que Él hace en nuestras vidas, que no se traducen en lo que tenemos sino en lo que somos. El Señor sana nuestros corazones y para ello tiene muchas veces que desinstalarnos de comodidades que adormecen o anestesian el alma, sedienta de vida y libertad.
«Vete a casa con los tuyos anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo, por su misericordia». Estas palabras de Jesucristo definen a la perfección el porqué, la finalidad del milagro que acaba de realizar. El amor derramado a través de este milagro no debe encerrarse en nosotros mismos, porque, de esta manera, el amor se acaba corrompiendo y perdiendo su esencia. El Señor quiere que proclamemos a los cuatro vientos su misericordia y que está al alcance de todo aquel que permita dejarse querer. Esta es la misión a la que estamos llamados en el evangelio de hoy. No se trata de dar la talla, sino de transmitir la alegría de sentirse queridos por Dios y esto es algo que puede brotar naturalmente. No es necesario disponer de una excelente oratoria o actuar como héroes. El Señor ya se encarga de darnos todo lo que necesitamos para ser fieles en el amor. El Señor nos libera para que liberemos a los demás. Sabiendo, por otro lado, que nuestra misión termina donde empieza la libertad del otro. La cosecha es tarea nuestra, pero los frutos están en las manos del Señor.
Es bueno, así mismo, como respuesta al evangelio, hacer un examen de conciencia acerca de lo que hoy nos esclaviza o nos aleja del Señor. Es importante identificar barreras y enemigos en el campo de la salvación. En esta guerra siempre contamos con el auxilio del Señor, que siempre nos escucha y cura nuestras heridas. Renovados en el Espíritu Santo nada ni nadie puede romper las cadenas del amor divino, que son las únicas que no esclavizan, manteniéndonos unidos al Señor, única fuente de felicidad verdadera.