En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. (Lucas 2, 36-40)
¡Qué ejemplo para todos nosotros el de esta mujer anciana, Ana! Su experiencia le ha hecho descubrir dónde está lo esencial de la vida, lo importante. Nos cuenta san Lucas que Ana estuvo casada y luego enviudó. Eligió el camino de servir a Dios en el templo con ayunos y oración. ¿Puede haber mejor opción? Como tantas personas que conocemos, especialmente mujeres, que sustentan la comunidad, la Iglesia, el mundo, con la oración constante. A veces pasamos a un templo y las descubrimos rezando, con el rosario entre las manos, y a menudo no valoramos la importancia de esa oración, de esa actitud ante la vida. O tantas otras mujeres entregadas al servicio de los pobres en Cáritas, Manos Unidas y otras iniciativas de servicio a los excluidos y necesitados.
A continuación nos dice el evangelista que Ana “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”. Es decir, una mujer evangelizadora, en todo momento. Sabe que está ante el Salvador y proclama la Buena Noticia del nacimiento de Jesús. Acabamos de vivir la Navidad, aún estamos en el tiempo litúrgico, y tal vez las prisas, los encuentros familiares o amistosos, las preparaciones de cenas…no nos han dejado introducirnos en el misterio: Dios se hace hombre, en un niño, para redimir, salvar y enseñar el camino de la felicidad y la misericordia a todos los hombres. Pero ¿lo hemos proclamado? ¿Hemos anunciado con alegría que ha nacido el Salvador? ¿Hemos compartido por las redes sociales, por el teléfono, por el correo, en nuestro trabajo… que Dios nos ama y por eso se hace hombre? En aquel tiempo esperaban la liberación, ¿y nosotros? ¿Esperamos una liberación? ¿Queremos salir de nuestro egoísmo? ¿Deseamos ir al encuentro del prójimo? ¿Pretendemos convertirnos en sembradores de esperanza? ¿Estamos dispuestos a compartir nuestros bienes de todo tipo con quienes más lo necesitan? La rutina puede asfixiarnos y dejarnos a merced de la vida cotidiana, sin buscar nada especial, atrapados en los acontecimientos diarios. Y sin embargo los cristianos estamos llamados a una gran misión liberadora.
Jesús acaba de nacer. Pero es necesario que recibamos a este niño en nuestro corazón y dejarle crecer en cada uno de nosotros. Sólo es preciso dar un sí al Señor, como hizo la Virgen María, que no entendía las palabras del Ángel pero las guardaba en su corazón, y así con todos los acontecimientos que iban ocurriendo en la Sagrada Familia.
Finaliza el evangelista afirmando que “El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.” No sólo nos indica el crecimiento de Jesús: estamos ante una llamada a que cada uno de nosotros y en nuestras familias crezcamos en la verdadera sabiduría: beber de la experiencia, convivir, enseñar los aspectos fundamentales de la vida, caminar en humildad, pretender vivir en frutos de santidad…. Y una última nota: crecer acompañados por la gracia, que significa descubrir la presencia de Dios en nuestra vida en todos los acontecimientos de nuestra historia.
Otra de las lecciones de este evangelio, de esta sabiduría, es el acercamiento a nuestros mayores. Por ejemplo, hoy en puestos públicos se valora más a los jóvenes que a los mayores, y nos olvidamos de que muchas veces se carece de la experiencia y de la solidez necesaria. O les perdemos el respeto u olvidamos. Hemos de tener presente las maravillosas lecturas que escuchamos en la eucaristía del domingo de la Sagrada Familia (Eclesiástico 3, 2-6. 12-14; Colosenses 3, 12-2 y 1 y san Lucas 2, 41-52). En las familias tenemos que hacer una invitación constante a nuestros hijos y nietos a valorar a los ancianos, que nos trasmitieron la fe, que dieron su vida por nosotros, que optaron tantas veces por renunciar a la comodidad en función nuestra…Como dijo el Papa Francisco en su encuentro con ancianos en septiembre de 2014: “la vejez es tiempo de gracia, en que el Señor llama a custodiar y transmitir la fe”.
Que el ejemplo de Ana nos ayude a descubrir en cada momento el sentido de nuestra vida y la misión que nos encarga el Señor.