“Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros». (Jn. 16,12-15).
En este Evangelio, Jesús muestra a sus discípulos la perfecta comunión que existe entre el Padre y el Hijo al asegurar que todo lo que tiene el Padre es suyo. La “buena noticia” para nosotros consiste en que nos promete el Espíritu Santo que nos guiará hasta la Verdad plena. Comprenderemos que la elevación de Cristo en la cruz supondrá también su elevación a la gloria.
El hombre tiende a escandalizarse del sufrimiento, del mal que hay en el mundo, de la aparente indiferencia y silencio de Dios ante el daño que injustamente padecen los inocentes; en definitiva, al hombre le escandaliza la cruz. Pues bien: Cristo nos enseña que la cruz es el camino que conduce al cielo. Es indispensable pasar por ella para alcanzar la Vida Eterna.
Para el cristiano, llamado a seguir las huellas de su maestro, pues forma parte del cuerpo místico de Cristo al ser miembro de la Iglesia, es imprescindible seguir el camino emprendido por Cristo, nuestra cabeza, para llegar a la meta: la Gloria. Ese camino pasa por la cruz, con la que ha de cargar toda persona que se considere cristiana, de una manera voluntaria, sin resistirse ni resignarse; con plena entrega a la voluntad del Padre.
Naturalmente, esta actitud excede las fuerzas humanas, nadie puede tenerla por sí mismo. Sin embargo, es posible conseguirla si, humildemente, reconociendo nuestra debilidad, se la pedimos a Dios con todo el corazón, sin desfallecer, aceptando que tarde en concedérnosla y con la seguridad de que nuestro Dios dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan.
Si este cristiano se pone con su palabra, su ejemplo y todo su ser a aceptar y realizar lo que el Padre quiere para él, estará cumpliendo con la misión más importante de cuantas se pueden realizar en el mundo: atraer a todos con quienes tenga algún contacto hacia Cristo y, como dice San Pablo, éste crucificado. Paradójicamente, la felicidad que todos ansiamos pasa por la aceptación de la cruz que para cada cual Dios ha permitido en su vida. Es decir, que se puede ser feliz en medio del sufrimiento, pues la felicidad depende de que Cristo esté a nuestro lado, de que nos sintamos amados por él, de nuestra entrega a la voluntad de Dios. El Espíritu Santo que Cristo nos envía es el verdadero Don de Dios que en esta vida nos preparará para el goce de la eterna felicidad tras el paso al Padre.
Pero esto, el hombre no se lo suele creer. Con su libertad y autosuficiencia busca su auto-realización según sus propios criterios. Si es necesario prescinde de Dios y emprende su errático camino hacia ninguna parte. Por más logros humanos que consiga, ninguno le llenará el corazón; cada vez tendrá más sed, vivirá más angustiado y solo. En todos los que no sean como él, en los que no tengan sus criterios e ideología, verá enemigos y acabará separándose de ellos, temiendo que le perjudiquen. Así, aislado, amargado y crispado en la posesión de sus bienes, pero con el temor de que le sean robados, acabará una vida despreciable abocada a una condena eterna, de no mediar la misericordia de Dios. Con una vida así, apoyado en su soberbia y haciendo uso de su libertad absoluta, ¿tendrá la perspicacia de humillarse ante Dios para aceptar la salvación que Cristo ganó para él con su pasión, muerte y resurrección?
¡Qué insensatez despreciar el Don de Dios!