En un momento del diálogo de Jesús con la mujer samaritana durante el encuentro de ambos junto al pozo de Jacob, Jesús le hará saber a la mujer: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva”. ¿En qué consiste este don de Dios? El evangelista nos lo ha dado a conocer un poco antes en la conversación con Nicodemo: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
Y en la primera carta de Juan leemos: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,9). Ése es el don de Dios, su Hijo único entregado para nuestra salvación. Pero si el Hijo ha sido entregado por el Padre, éste juntamente con el Hijo nos ha enviado el Espíritu Santo como don suyo para que vivamos por medio de él y, como don, es gratuito. Por ello reprenderá Pedro a Simón Mago: “Vaya tu dinero a la perdición y tú con él; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero” (Hch 8,20).
Que este don es gratuito ya nos lo había advertido Isaías: “¡Oh , todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche!” (Is 55,1). Nos lo recuerda igualmente el libro del Apocalipsis: “Al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la vida gratis” (Ap 21,6b). Y un poco más adelante: “El Espíritu y la Novia dicen: ‘¡Ven!’ Y el que oiga, diga: ‘¡Ven!’ Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida” (Ap 22,17).
Es el Espíritu que Jesús entrega en el momento de su muerte, tal como había prometido: “El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: ‘Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva’. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,37-39).
Para Juan, muerte, resurrección y glorificación de Jesús son un único momento, por lo cual puede decir en el momento de la muerte de Jesús: “Inclinando la cabeza entregó el espíritu” (19,30b). El evangelista no quiere decir con esta expresión, simplemente que Jesús murió, sino que se refiere expresamente a la entrega del Espíritu tal como se infiere de lo que dice a continuación: “uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (19,34).
Jesús entrega su Espíritu bajo el signo de la sangre y el agua. Con el agua, símbolo del Bautismo y la Confirmación, don del Espíritu que nos confiere una nueva naturaleza: la de ser hijos de Dios y, puesto que el hijo recibe la misma naturaleza del padre, el Espíritu Santo que se nos da, nos concede la naturaleza misma de Dios, por la que podemos amar y donarnos, como ama Dios; la naturaleza de Cristo, por la cual podemos entrar con él en la muerte, cargando con el pecado del mundo, en una entrega total por amor, tal como lo manifestamos sacramentalmente en la Eucaristía, simbolizada en la sangre del costado traspasado de Cristo, y tal como estamos llamados a vivirlo en los acontecimientos de cada día. De este modo somos unidos a la Pascua de Cristo, completando en nuestra carne lo que falta a su Pasión, pues lo que se ha dado cumplido en la Cabeza debe realizarse también en todos y cada uno de los miembros del Cuerpo.
Éste es el don de Dios que se nos concede para la vida del mundo. Y se nos da no para nuestro disfrute personal sino como un servicio al mundo, pues la lámpara no se enciende para esconderla debajo del celemín sino para ponerla en el candelero y alumbre a toda la casa, y no se nos confían los talentos para enterrarlos o guardarlos en el pañuelo sino para negociar con ellos y devolverlos con los intereses.
En estos momentos de dolor, cuando el pecado del mundo se muestra omnipresente en todos los estamentos de la sociedad, cuando predominan la mentira, la violencia y la imposición ideológica y sectaria, es preciso mostrar ante el mundo la luz de Cristo, el don de Dios, a fin de que cuantos tengan sed puedan venir y beber gratis del agua viva. Es ahora cuando más se precisa manifestar nuestra identificación con Cristo, haciendo honor a nuestro nombre de cristianos y, al igual que él, Proclamar la verdad llamando a conversión, pues tenemos el ministerio profético, hablando no en nuestro nombre, sino en el de Dios.
Es probable que recibamos, por ello, la paga del profeta: cargar con el presumible rechazo del mundo, con su descalificación y persecución dado que la Verdad no es admitida en un mundo que malvive en la mentira, ni la oferta de Paz de Cristo (cf Jn 20,21a) sea aceptada por quienes sólo entienden de imposición y violencia. Pero es entonces cuando podemos identificarnos plenamente con Cristo, por una entrega como la suya hasta la muerte para participar con él de una resurrección como la suya. De este modo estaremos ofreciendo nuestros cuerpos como hostias vivas en el culto agradable al Padre, como verdaderos adoradores en Espíritu y Verdad para que el mundo tenga vida en abundancia. De este modo estaremos retornando al Padre lo que de él hemos recibido: “el don de Dios”.
Ramón Domínguez.