“Mantente firme en tus convicciones, y no tengas más que una palabra.
Se pronto para escuchar y tardo en responder.
Si sabes algo, responde a tu prójimo, pero si no, mano a la boca.
Hablar puede traer gloria y deshonra, y la lengua es la ruina del hombre.
Que no te tachen de murmurador, ni pongas emboscadas con tu lengua,
Porque sobre el ladrón cae la vergüenza, y una severa condena sobre el que habla con doblez”.
COMENTARIO
Vamos a hablar de las convicciones, y en particular, de la convicción del cristiano en el mundo de hoy tan acechado por la inconsecuencia, la apostasía y la doblez. Nos pide el Sirácida que “nos mantengamos firmes en nuestras convicciones”, y la primera cuestión a dilucidar podría ser la de deslindar los conceptos de “fe” y “convicción”, tan próximos entre sí, y a la vez, y muchas veces, tan distanciados. Y para distinguirlos en una primera consideración de los mismos, podríamos decir que la fe es un don divino de carácter absoluto, pues no precisa de demostración, y la convicción, por el contrario, un posicionamiento del espíritu humano que nace de las certezas que el hombre puede alcanzar, y en cuanto tal, algo que puede adquirir firmeza, pero que es contingente, es decir, que puede cambiar por los nuevos conocimientos que se alcancen, las propias experiencias, o los condicionamientos de toda índole de nuestra vida.
Así, cuando se juntan y combinan, armónicamente, la convicción que nace de la fe se consolida y robustece. Esta es la convicción que nos interesa. Se dice en Espasa – Calpe que la convicción “es un estado del espíritu caracterizado por una certeza firme y suficiente para la acción, pero no rigurosa en el sentido lógico que excluya totalmente la posibilidad de los contrario”, y en tal sentido, para nada desmiente su mero carácter intelectual, y así, la convicción suma una porción nada desdeñable de la ciencia y el esfuerzo humano, a ese don del Espíritu Santo que es la fe y que el Señor nos ha regalado. De alguna manera podríamos decir, que en este sentido, la convicción es la participación del hombre en la vida de la gracia, y en cuanto tal, adhiriéndose a la fe, fomentándola y robusteciéndola, se constituye como un mérito humano de trascendencia espiritual.
Pero a partir de aquí, el Sirácida, en lo que depende ya solo de nosotros, sigue pidiéndonos algunos ajustes que nacen de otras virtudes y de otros dones espirituales, como es el de Consejo, hijo de la virtud de la Prudencia, imprescindible para nuestra honestidad intelectual, y que requiere de ciertas disciplinas que ahora se nos recuerdan:
“Se pronto para escuchar y tardo en responder, si sabes algo, responde a tu prójimo,
Pero si no, mano a la boca.
Hablar puede traer gloria y deshonra, y la lengua es la ruina del hombre”
Porque escuchando se aprende, y ello puede modificar el sentido de nuestras respuestas, o en su caso, inducirnos a estar callados para salvar la “verdad” en nuestras conversaciones, opiniones o sentencias, pues en otro caso, la ligereza en el decir, el decidir, o el hacer, nos puede inducir al error y al ridículo, cuando no a la deshonra.
Y capitulo a parte puede merecer en estas consideraciones el vicio de la murmuración que aquí se relaciona en términos que no dejan lugar a dudas, y en línea con la abundantísima colección de citas y testimonios que se contienen en La Biblia con las más variadas denominaciones para el murmurador, tales como “chismoso”, “levantador de contiendas”, “envidioso”, “detractor”, “aborrecedor”, “injurioso”, “inventor de males”, etc… Lo característico de la murmuración es que se efectúe en ausencia del que sea objeto de la misma, y con el propósito de perjudicar su imagen ante los demás.
La cita del Eclesiástico se efectúa en términos claros y duros:
“Que no te tachen de murmurador, ni pongas emboscadas con tu lengua,…”
Y es el propio Jesús en el Discurso del Pan de Vida de Juan 6,43, el que sale al paso de los murmuradores que no creían ser escuchados por él para afearle su frase de “Yo soy el pan bajado del cielo”, que los escandalizaba. En estos casos no es precisa la ausencia del murmurado, basta que la crítica o el comentario injurioso se diga reservadamente, tratando de que no lo escuche nuestro interlocutor aunque esté presente. Así la lengua maledicente puede ser el puñal que clavemos en la espalda de nuestro enemigo para dañar su honra o su buen nombre.
Desgraciadamente, hoy en día, la murmuración se ha hecho tertuliana de muchos `programas en los medios de comunicación con mayores niveles de audiencia, y ello, de suyo, nos convierte en cómplices del pecado contumelia que en ellos se difunde.