“En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1,1). El primer capítulo del Génesis pone ante nuestra consideración el hecho de la creación del Todo por parte de Dios. Cuanto existe es fruto de una voluntad que libremente da el ser a todas las cosas con el imperio de su palabra; de esta Palabra ha surgido un universo que, al decir de Einstein “manifiesta una razón tan considerable que, frente a ella, cualquier ingenio del pensamiento o de la organización humana no es más que un pálido reflejo”.
Si pues el Cosmos procede de la libertad y de la razón, consecuencia de un amor que se dona, hemos de concluir que la libertad y el amor son las fuerzas fundamentales de la realidad. Pero el relato del Génesis (Gn 1,1-2,4) no indica tan sólo que Dios es el autor de un cosmos racional, dotado de armonía y belleza, que únicamente puede ser producto del amor; también nos habla, a su manera, del diseño conforme al cual Dios ha concebido y creado el mundo.
La descripción, proveniente de la corriente sacerdotal, distribuye el único acto creador de Dios a lo largo de siete jornadas, encaminadas todas ellas al séptimo y último día. El hecho de que, según el relato del Génesis, el hombre haya sido creado el sexto día tiene una intención en el autor sacerdotal: el hombre es creado en último lugar para que pueda contemplar la obra de Dios terminada, admirar su belleza y participar del descanso divino; de este modo se halla en disposición de alabar y bendecir a Aquel que lo ha hecho todo bien. Él es también el objetivo último de la Creación, ya que todo don exige de alguien capaz de reconocerlo, acogerlo y agradecerlo.
a ti gloria y alabanza por los siglos
Podemos decir, entonces, que la Creación está en función de la adoración: “Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 19,2), declara el salmista. La Creación entera es un canto al amor de Dios en la que cada uno de sus elementos, en perfecta sinfonía, cumple la tarea que le ha sido encomendada y en la que el hombre desempeña un papel determinante en cuanto que él es el término y el objetivo final de la acción de Dios: su función es reconocer el objeto y la misión de cuanto le rodea y proclamar las maravillas de Dios, pues sin su aportación el canto de la criaturas parece mudo o se convierte en una mera cacofonía, ya que sólo el hombre, por su capacidad de descubrir y confesar la grandeza divina, puede dirigir el canto de la Creación y desarrollar todo su potencial. El verdadero centro del universo es la adoración por la que el hombre canta a su Creador.
Pero la obra de Dios no se reduce solamente a la creación del universo, pues no menos maravillosa es la acción salvífica emprendida por Dios a favor de los hombres y que tiene su paradigma en la historia que vive Israel con Dios y que se funda en la experiencia del Éxodo y de la Alianza en el Sinaí.
Allí se le dio la Ley a Israel, cuyo resumen es el shabat. Éste es el día en el que el hombre, participando de la libertad, de la serenidad y de la paz de Dios, puede entrar en el descanso de la adoración. Puesto que el mundo ha sido estructurado en torno al shabat y éste es signo de la Alianza, esto quiere decir que el mundo ha sido creado por Dios para entablar con los hombres una historia de amor, y que lo primero es la adoración, la apacibilidad, el sosiego y la bendición de Dios en la que el hombre encuentra la vida de verdad.
el Señor está conmigo; no temo
Dios no ha creado al hombre para someterlo a la tortura del trabajo, las prisas y los afanes que le hacen vivir entre el desasosiego y la angustia, sino para la contemplación y el descanso. De hecho el relato de la creación del mundo termina con la bendición y la santificación del día séptimo; “porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho” (Gn 2,3b).
De ahí deducen algunos la necesidad de “descansar” de todo trabajo productivo el día del sábado. Pero la obra de Dios no se reduce a la creación, sino que continúa con la redención. Dios sacó a su pueblo de la esclavitud de Egipto y lo condujo a través del desierto hasta el Sinaí, estableciendo con él una alianza de comunión, hasta introducirlo en su Descanso, en la Tierra Prometida que mana leche y miel.
Sin embargo, Israel no encontró el descanso en la tierra de Canaán, pues al estar rodeado de enemigos, tuvo que defender su tierra permaneciendo en estado continuo de lucha hasta el día de hoy. Porque nadie puede entrar en el descanso mientras tenga alguna preocupación o exista algún enemigo que amenace su estabilidad. Y el último enemigo aniquilado será la muerte. Por eso la obra de la redención, y con ella la labor de Dios, no queda concluida hasta la victoria de Cristo sobre la muerte en la mañana de la Resurrección.
Por esa razón, las primeras palabras que salen de los labios del Señor resucitado en su encuentro con los discípulos son: “La paz con vosotros” (Jn 20,21a). Ahora los discípulos pueden entrar realmente en el descanso porque la muerte ya ha sido vencida y, en ese caso, “¿quién nos separará del amor de Cristo?” (Rm 8,35). Nada ni nadie puede turbar al que está resucitado con Cristo como proclaman los santos. Al dicho de Pablo al que nos hemos referido, podemos añadir el de Teresa de Jesús: “Nada te turbe”, y el de S. Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”.
Así pues, el verdadero shabat no se reduce al cese de una actividad exterior, ni se limita a un día a la semana; se trata de una actitud interior que envuelve permanentemente la vida del cristiano. Éste vive descansado, confiado, seguro en el amor de Dios porque sabe que es amado y que todo es gracia. Por eso puede, como un niño, descansar sin temor en los brazos de su Padre.
en tus manos están mis azares
Pero estrictamente hablando, no podemos decir que Dios trabaja. Cuando una persona realiza una actividad por necesidad o porque está obligada a ella, a esta actividad le llamamos “trabajo”, pero cuando alguien se entrega a un pasatiempo libre y gratuito, lo calificamos de “juego”. En este sentido, puesto que la creación es un acto libre y gratuito por parte de Dios, ya que nada ni nadie le fuerza a crear, que está lleno de sentido y es innecesario, deberíamos catalogarla no como un trabajo, sino como el juego divino de la creación.
Y si el objetivo último de la misma es la creación del hombre, en tal caso, debemos concluir que es Dios quien quiere jugar con el hombre, ya que la relación que establece con él es absolutamente libre y gratuita. Para ello es necesario que el espíritu humano “llegue a entender la magnitud del regalo que fluye de la divina genialidad del amor y que emana de una forma completamente libre, es decir: sin que este regalo constituya un deber de Dios con respecto al hombre. Es por esta razón que el hombre, como un niño de Dios, responde a este regalo con el mismo amor libre e incalculable”.[1]
Este parece ser el deseo de Dios: jugar con el hombre. El evangelio se hace eco de esta iniciativa divina cuando Jesús compara a los hombres de su generación con unos chiquillos que están sentados en la plaza y se gritan unos a otros: «“Os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos tocado endechas, y no habéis llorado”. Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: “Demonio tiene”. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: “Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores”» (Lc 7,31-34).
Podemos, pues, calificar la relación de Dios con su criatura racional como un juego, Ahora bien, el juego por tratarse de una actividad lúdica y no productiva es propio de los niños, que están libres de preocupaciones por su subsistencia, ya que de ello se ocupan sus padres. Los adultos, en cambio, tienen muchas inquietudes por lo que no suelen tener tiempo para jugar. Por otro lado, el juego tiene un objetivo que consiste en ganar el juego siguiendo unas determinadas reglas, ya que si se conculcan, haciendo trampa, uno es excluido del mismo. Pues bien, el divino juego de Dios con el hombre es muy simple y tiene una sola regla: “el que pierde gana”.
Así lo leemos en los evangelios: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará” (Lc 9,24). “Lo que se presenta formalmente como destino, sufrimiento o —hablando de forma cristiana— participación en la aparente insensatez de la destrucción de la cruz es, para el que ve más allá de las envolturas, el maravilloso juego del amor eterno, el cual es concebido de una forma tan abundante y con tanto esmero, que tan sólo puede haber sido realizado por el amor”.[2]
¿cuándo, mi Dios, tendré el gozo de verte?
En la esfera de la gracia es donde podemos encontrar la unidad entre la seriedad y el juego cuando el hombre hace todo sin considerarse nada especial. Así lo dice la palabra del Señor: «Cuando hayáis hecho todo lo que estaba prescrito, entonces decid: “Somos siervos inútiles”» (Lc 17,10). La seriedad más profunda del ideal humano del cristianismo radica en que el que cree y el que ama puede jugar, pues sólo es alegre el que se refugia en Dios, como le dijo el Señor a santa Matilde: “El alma sentirá mi bienaventuranza cuando ella se deje yacer tranquila en mis divinos brazos de modo que yo tenga que jugar con ella”.
La vida presente es el preludio que nos prepara para el eterno juego del amor. Es preludio porque todo lo de este mundo no es más que un juego de niños —por muy serio y decisivo que sea— en comparación con el juego infantil de la eternidad para el cual nos estamos preparando. El verdadero juego y la eterna alegría empiezan más allá de este mundo. Aquí estamos como el niño que anda por la calle ensimismado en sus juegos hasta que oye la voz del padre que le llama: “Fulanito, entra en casa”.
Allí será, entonces, el eterno abismarse en el juego sin fin. «El hombre redimido se ha convertido de nuevo en un niño, como lo era al principio de su llegada al mundo y de engendramiento a través del sacramento original de la Iglesia … El Final será como el principio: el eterno ser del niño…, el abandonado y el entregado, pero al mismo tiempo el poderoso divino de comienzo titubeante y discreto y de final triunfal… Este niño quiere jugar en el hombre, tal como describe la palabra de Aquel que deviene niño a través del Verbo: “Si no os hacéis como niños, no podéis entrar en el reino de los cielos” (Mt 18,3). Por ello, las calles del cielo están repletas de niños que juegan̓».[3]