El Dios del Tenorio
por Fernando Cañamares Leandro
CRISTIANISMO
Y DRAMA ROMÁNTICO
SI HICIÉRAMOS UNA PEQUEÑA
ENCUESTA ENTRE PERSONAS DE
CULTURA MEDIA ACERCA DEL
SIGNIFICADO DEL TÉRMINO
“ROMANTICISMO”, ES MUY
PROBABLE QUE LA MAYORÍA DE
ELLAS LO IDENTIFICARAN
RÁPIDAMENTE CON EL AMOR.
ES MÁS, CON UN AMOR IMPOSIBLE,
QUE TIENE QUE LUCHAR
A MENUDO CON LA FALTA DE
CORRESPONDENCIA Y,
SOBRE TODO, CON LA OPOSICIÓN
DE UNA SOCIEDAD ESTABLECIDA,
CONTRA CUYAS NORMAS
EL INDIVIDUO SE REBELA
El desarrollo habitual de manuales escolares e Historias de la Literatura no
ayuda mucho a superar una visión a todas luces demasiado simplificadora.
En ellos se añade además, con cierta ligereza, la identificación del
Romanticismo artístico con el Liberalismo político, que constituyó el motor
de las grandes revoluciones europeas. El arquetipo romántico acaba ofreciendo
un perfil revolucionario y descreído, un ser egocéntrico que desprecia
todas las normas y convenciones que se interponen entre él y la realización
de sus deseos. Los ejemplos prácticos serían don Félix en El estudiante
de Salamanca, de Espronceda o don Juan Tenorio, de Zorrilla. Sin
embargo, no se puede perder de vista cómo estos dos prototipos románticos
son desautorizados por sus autores desde una perspectiva cristiana:
el primero de ellos acaba condenado en el Infierno, y el segundo, salvado
en el cielo, tras su conversión.
Resulta necesario, a nuestro juicio, recordar la enorme importancia que
tuvo en Cristianismo en la formación y desarrollo del movimiento romántico
en Europa. Hay que empezar por el nombre: El adjetivo “romantic” aparece
como neologismo en la lengua inglesa hacia la segunda mitad del
siglo XVII para referirse a la materia aventurera de los antiguos “romances”,
es decir, las novelas de caballerías y pastorales. La relación entre época
caballeresca y Cristianismo, a menudo implícita, es formulada abiertamente
por Mme. Staël en De Alemania, ya a principios del XIX: “El término
“romántico” se ha introducido últimamente en Alemania para designar la
poesía originada por los cantos de los trovadores, la que ha nacido de la
caballería y del Cristianismo…”.
ENTRE LO CABALLERESCO Y LO ROMANTICO
En septiembre de 1814, la reflexión sobre la nueva poesía romántica llega
por fin a España con el célebre artículo de Juan Nicolás Böhl de Faber,
“Sobre el teatro español. Extractos traducidos del alemán de A.W. Schlegel
por un apasionado de la nación española”, origen de la polémica con José
Joaquín Mora que constituye el núcleo teórico del Romanticismo español.
En ese artículo inaugural encontramos unas palabras que, a la vista de los
antecedentes descritos, cobran un nuevo sentido:
Haciendo de vanguardia de la Europa contra la irrupción
de los fieros musulmanes, no cesaba de oponerles
una barrera viva, de continuo renovada. La fundación
de sus reinos, desde Pelayo hasta la conquista de
Granada, fue una sola aventura caballeresca. Y debemos
confesar que la religión de Jesucristo, triunfante
de tan grande superioridad de enemigos, es cosa prodigiosa
(…). Solo en España ha sobrevivido el espíritu
caballeresco a la caída de la misma caballería.
La estrecha asociación entre la estética romántica
y la temática medieval y caballeresca, presidida
por un ideal de defensa del Cristianismo,
se materializa en numerosas obras románticas.
Es el caso del inacabado Pelayo, obra inacabada
con la que Espronceda casi inaugura el
Romanticismo español, o de El señor de
Bembibre donde encontramos, si bien desde
una óptica un tanto legendaria, la cuestión de
los templarios. En lo que se refiere al drama,
mencionaremos casos como Los amantes de
Teruel (1837), cuyo protagonista, Juan Diego
Marsilla, empieza la obra cautivo en la Valencia
musulmana, o La conjuración de Venecia (1836),
muchos de cuyos personajes han sufrido las
consecuencias de la piratería turca en el
Mediterráneo.
Al margen de estas luchas, la fe cristiana de estos
personajes se manifiesta a su vez en el conflicto
amoroso, tema central de estas obras. Para empezar,
el amor que sienten es un sentimiento de origen
divino:
MARSILLA:
Yo creo que al darme el ser,
quiso formar el Señor
modelos de puro amor,
un hombre y una mujer;
y para hacer la igualdad
de sus afectos cumplida
les dio un alma en dos partida,
y dijo: Vivid y amad.
Al son de la voz creadora,
Isabel y yo existimos (Acto I, esc. IV).
Y cuando el amor se revela como imposible, la
esperanza queda depositada en la vida eterna :
ISABEL:
…Nuestros amores
mantuvo la virtud libres de mancha:
su pureza de armiño conservemos.
Aquí hay espinas, en el cielo, palmas
(Acto IV, esc. VII).
Desecha pues tu inquietud
bellísima doña Inés,
porque me siento a tus pies
capaz aún de la virtud
(Parte I, acto IV, esc. III).
Lo mismo encontramos en Traidor, inconfeso y mártir
(1849), y en otros lugares, hasta el punto de constituir
casi un tópico más del Romanticismo:
CÉSAR:
Es un amor que no tiene
en su vil naturaleza,
un átomo de impureza:
amor que del cielo viene.
Amor puro de origen divino, fe en la providencia y esperanza en la vida eterna, parecen formar,
por tanto, un triángulo recurrente en la actitud general del héroe romántico ante la adversidad.
un Tenorio más cristiano
Los protagonistas del primer Romanticismo español no suelen, sin embargo, presentar
grandes dudas sobre los principios y valores que les guían. Hay que esperar hasta 1844
para ver a un personaje resolver este conflicto interior sobre las tablas en el drama romántico
por antonomasia, Don Juan Tenorio. José Zorrilla recoge los principales elementos del
teatro que hemos descrito hasta ahora, y que más o menos se corresponde con los años
treinta del siglo XIX. Para empezar, la acción se ubica en una época más o menos caballeresca,
la Sevilla de 1545, a finales del reinado del Emperador Carlos V, y en la que está activo
todo el sistema de valores y reglas basado en el honor.
En segundo lugar, se conserva un elemento tan importante como el origen divino del amor.
Sin embargo, en el Tenorio adquiere un valor añadido, pues la necesidad que tiene don Juan
de convertirse no existe en los héroes anteriores, mucho más planos:
DON JUAN:
No es, doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí:
es Dios quien quiere por ti
ganarme para él, quizás. (…)
Eso nos lleva a la situación dramática descrita
por Víctor Hugo, y que él atribuye a la influencia
del Cristianismo: el protagonista, consciente
de que en su ser conviven en conflicto el
bien y el mal, debe librar una lucha feroz; precisamente
la “ardua lucha” a la que se refiere la
sombra de doña Inés cuado se acerca el
momento supremo del drama. La acción de la
amada, como estímulo para el pecador don
Juan y, a la vez, como intercesora ante Dios, no
sustituye a la libre decisión del protagonista,
que tendrá que prestar oídos a su “dormida
conciencia”:
Dña. INÉS:
Adiós, pues; y en la ardua lucha
en que va a entrar tu existencia
de tu dormida conciencia
la voz que va a alzarse escucha…
(parte II, acto I, esc IV).
La lucha interior de don Juan se presenta sobre las
tablas gracias a los espectros del comendador y
doña Inés. Aquel quiere tomar la mano de don
Juan para arrastrarle al Infierno; pero en ese
momento, don Juan hace un sincero acto de contrición
e implora la misericordia divina, al tiempo
que logra desasirse de la mano del espectro:
DON JUAN:
Suéltala, que si es verdad
que un punto de contricción
da a un alma la salvación
de toda una eternidad,
yo, Santo Dios, creo en Ti:
si es mi maldad inaudita,
tu piedad es infinita…
¡Señor, ten piedad de mi!
(Parte II, acto III, esc. II).
LA ALERIA VENCE AL DRAMA
Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
La mano de don Juan queda tendida al cielo
y el ánima de doña Inés la recoge en Su nombre,
para proclamar la victoria sobre el pecado: “…y
Dios perdona a don Juan / al pie de la sepultura”.
El tenebroso cuadro que hasta ese momento
dibujaban sombras, espectros, esqueletos,
etc. Deja paso a la apoteosis de “las celestes venturas
/ en que los justos están”. La profesión de fe
de don Juan constituye el colofón del drama:
DON JUAN:
¡Clemente Dios, gloria a Ti!
Mañana a los sevillanos
aterrará el creer que a manos
de mis víctimas caí.
Mas es justo: quede aquí
al universo notorio
que, pues me abre el purgatorio
un punto de penitencia,
es el Dios de la clemencia
el Dios de don Juan Tenorio
(Escena última).
La escena final, que concluye con estas palabras,
está llena de alegría. La oscuridad espectral da
paso a la luz de la aurora; el teatro se ve inundado
de una dulce música y la tumba de doña Inés
queda convertida en un lecho de flores. Los
hechos objetivos, contemplados desde una
perspectiva humana, no pueden ser más catastróficos,
pues los amantes han muerto sin poder
reunirse; sin embargo, nadie puede decir que
Don Juan Tenorio “acaba mal”. La presencia de
espectros, tan usada en el Romanticismo para
crear ambientes terribles, sirve ahora para representar
el gozo del paraíso.
De forma inusitada en este teatro, la salvación
espiritual de un pecador ha pasado al primer
plano. La historia de amor no pierde por ello un
ápice de intensidad sentimental, sino que queda,
por contra, potenciada hasta el infinito. En otras
palabras, la irrupción a primer plano del tema
espiritual no ha hecho que la obra deje de ser
romántica sino que, lejos de ello, la ha convertido
en un verdadero emblema del Romanticismo.