«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así; ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le responde: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí”». (Jn 14,1-6)
Razón tenía Santo Tomás cuando decía que quien se sale del camino, cuanto más aprisa corre más se aleja de la meta —que en este caso es la morada— sin pensar en que, al fin, descansaremos. Tanto es lo que podemos alcanzar cuanto es lo que pudiéramos perder. De aquí que son acertadísimos la observación de Santo Tomás como el consejo de Jorge Manrique («mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar») en su copla V de las “Coplas por la muerte de su padre”.
Al fin y al cabo, la vida es un breve día, jornada de rápido transcurrir, en la que la salida del sol se junta con la llegada de la fría oscuridad. También Andrés Fernández de Andrada acertaba al escribir a Fabio.
Pero la voz que alerta de veras el corazón y pone luz en la inteligencia es la del Señor Jesús en el Evangelio de hoy: si no hubiera un lugar al que ir, ni un camino cierto por el que allí llegar, ¿no nos lo hubiera dicho?, ¿nos lo hubiera ocultado? Felipe —el del texto evangélico de hoy— somos todos, y la cuestión que plantea no es cualquier tontería. Tan es así que obtiene de Jesús una de las afirmaciones más hondas y hermosas de cuantas hayan sido dichas por nadie: quien va por Él, seguro que alcanza la Verdad que da Vida. El destino es Dios Padre mismo.
Los que murieron en el Señor y hoy nosotros festejamos felizmente, nos garantizan que el Cielo es estar siempre con Él; nos alumbran el sendero al mostrarnos sus huellas.
César Allende García