“Cuando se marcharon los mensajeros de Juan, Jesús se puso a hablar a la gente acerca de Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O que salisteis a ver? ¿Un hombre vestido con ropas finas? Mirad, los que visten fastuosamente y viven entre placeres están en los palacios reales. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Él es de quien está escrito: Yo envío un mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti. Os digo que entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan. Aunque el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él”. Al oír a Juan, todo el pueblo, incluso los publicanos, recibiendo el bautismo de Juan, proclamaron que Dios es justo. Pero los fariseos y los maestros de la ley, que no habían aceptado su bautismo, frustraron el designio de Dios con ellos (San Lucas 7, 24-30).
COMENTARIO
Ocurre en esta secuencia evangélica que Jesús ha venido de Cafarnaúm donde ha curado al criado del centurión, y ya de camino a Naín, había resucitado al hijo de una pobre viuda, hechos que causaron el asombro de toda la comarca de Judea. Enterado Juan de estos prodigios, envió a sus discípulos para que le preguntaran si era él el que había de venir o debían esperar a otro. Jesús les responde pidiéndoles que informaran a Juan de lo que habían visto y oído: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados”. Y luego, encarándose con la multitud que le seguía, y refiriéndose a Juan, los arenga con el texto evangélico que estamos considerando.
Emociona pensar en la enorme sintonía que existe entre Jesús y el profeta anunciador de su venida, el mismo que ya lo reconoció en el vientre de su madre Isabel en el episodio de la Visitación, y que luego, en el Tiempo Nuevo, lo bautizó en el Jordán y vio abrirse los cielos con la teofanía más hermosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo Dios.
Y junto a todo ello, los fariseos y maestros de la ley que no habían aceptado el bautismo de Juan para el perdón de los pecados, “frustraron el designio de Dios con ellos”. ¿Y cuál es el designio de Dios con los hombres? El diccionario de la lengua española define la palabra designio como “el pensamiento o propósito del entendimiento aceptado por la voluntad”.
La respuesta a esta pregunta, ratificada por el mismo Jesús y los profetas, la encontramos en el Catecismo de la Iglesia Católica: “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada”, y con esa finalidad, “en la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y salvador de los hombres caídos en pecado”.
Pero el hombre, también para sí mismo, y para los demás hombres, tal como afirma Jesús en este Evangelio, en virtud de su libertad y libre albedrio, puede frustrar ese propósito divino del Dios del Amor. Y a todos nos corresponde como herederos y partícipes de este designio divino, ser cooperadores de esta colosal empresa de la Salvación humana que Jesús selló con su sangre desde la cruz.