«Ya sé que el rey de Egipto no os dejará ir sino forzado por mano poderosa» (Éx 3,19).
Recordemos que Dios había dicho a Moisés que pidiese permiso al Faraón para adentrarse en el desierto a fin de tributarle sus actos de culto y adoración. El autor parte en su exposición de los hechos del trasfondo histórico en el que están enmarcados. Trasfondo que realza la omnisciencia de Dios que, como vemos, anticipa la negativa del Faraón. Omnisciencia de la que parte el autor para informar acerca de la actitud negativa del Faraón, lo cual no quiere decir que condicione y determine sus actos.
Teniendo esto en cuenta, lo que realmente nos llama la atención es esta puntualización del desierto como lugar de encuentro entre Dios y su pueblo. Desierto, soledad, precariedad, tentación, miedos … Todas ellas son palabras esenciales que tejen la relación del hombre con Dios. Desierto, Israel y Dios constituyen el eje de la inigualable experiencia de fe en la que todo buscador de Dios debe de mirarse.
Desierto, tiempo de amores entre Dios y su pueblo. Esto es lo que proclamarán una y otra vez los profetas para recordar a Israel que hubo un tiempo en su historia en la que la experiencia de su precariedad fue la que sostuvo su fidelidad a Dios, es decir, no era una precariedad azotada por la intemperie sino acunada por Dios.
Muchísimos son los textos veterotestamentarios que nos hablan de la espiritualidad que Dios gestó en su pueblo durante este tiempo. Una espiritualidad fraguada que fue tomando cuerpo a la luz de un combate extraordinariamente original. En un frente se apostaron las fuerzas del príncipe del mal quien, sin ninguna compasión, sacó a relucir todas las debilidades del hombre; debilidades todas ellas que son hijas del miedo. Israel conoció el miedo a morir de hambre y de sed en el desierto. En sus temores, salieron a la luz todas sus protestas, murmuraciones e incredulidades.
En el otro frente de tan singular combate, se apostó Dios, sólo Él. Sólo Él, recordará exultante Israel su bellísima experiencia de fe. Sólo Él les llevó sobre sus plumas como si fuese un águila. Nadie, ningún Dios extraño tuvo parte ni nada que ver en su liberación. Como si fuese un águila, así es como nos presenta la acción salvífica de Dios con Israel el autor del libro del Deuteronomio: «En tierra desierta le encuentra, en la soledad rugiente de la estepa. Y le envuelve, le sustenta, le cuida, como a la niña de sus ojos. Como un águila incita su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y le toma, y le lleva sobre su plumaje. Sólo Yahvé le guía a su destino, con él ningún dios extranjero» (Dt 32,10-12).
La experiencia del pueblo santo de Dios en el desierto es fundamental para, aun con sus múltiples desviaciones e ingratitudes, seguir creyendo en Él. Es en el desierto donde se hace carne el refrán popular que dice: «los extremos se tocan». Es en el desierto donde entran en comunión la fuerza de Dios y la debilidad del hombre. Es en este espacio inhóspito donde el débil conoce y se entrega al Fuerte y, a su vez, el Fuerte, si se nos permite hablar figuradamente, conoce y se entrega al débil.