“El deseo de Dios está escrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”
Esta sentencia, contenida en la primera página del Catecismo de la Iglesia Católica, es una verdad que incumbe a todos los hombres, incluidos también, paradójicamente, aquellos que no creen en Dios.
La fuerza de la gravedad es una ley física, una realidad universal, válida para todos los hombres de todos los rincones de la Tierra. Podría existir algún hombre que dijese no creer en la fuerza de la gravedad; sin embargo, ese hombre, a pesar de todo, seguiría pegado al suelo y, si se tirase por una ventana, se caería con toda seguridad al suelo. En honor a su testarudez y a su obstinación en no creer en la fuerza de la gravedad hasta morir mártir por esta causa, podríamos escribir en su lápida: “Fue fiel a sus creencias y murió por ellas”. Pero para el resto de las personas, que creemos que la fuerza de la gravedad es una realidad, ese hombre fue un pobre loco que estaba equivocado hasta el límite.
no busques a Dios lejos de ti, sino en ti mismo
Que yo no crea en la verdad no significa que ésta no exista. Tan sólo significa que soy libre y hago uso de mi libertad, en este caso para equivocarme. Otra cosa será la culpabilidad moral de mi error, pero eso le toca a Dios juzgarlo, no a los hombres. Los hombres tan sólo podemos decir que alguien se ha equivocado, pero no que alguien es malo, que es muy diferente.
El deseo de Dios del que nos habla el Catecismo, inscrito en el corazón del hombre, puede no ser reconocido por éste. De hecho, muchos hombres que buscan con sincero corazón en sus vidas la justicia social, la verdadera paz, la verdad y el bien… desean a Dios, probablemente sin saberlo, porque siempre que un hombre busca y vive en la Verdad, vive en Dios.
De múltiples maneras en su historia los hombres han expresado esa búsqueda de Dios por medio de creencias y comportamientos religiosos de lo más dispar. Esa actitud es tan constante en la historia del hombre que se puede considerar al ser humano, antropológicamente hablando como un “ser religioso”.
El hombre busca de forma natural su trascendencia, aunque sea de modo equivocado o imperfecto. Cualquier persona que deje, con honestidad, hablar a su corazón, descubre una necesidad de felicidad absoluta que no es satisfecha con bienes materiales. Esa necesidad, ese deseo sobrenatural es el deseo de Dios, la tendencia de todo hombre a su principio, a su raíz; como las plantas buscan en sus tallos la luz y en sus raíces la tierra y en ella el agua, en esa actitud de la planta está su propia vida; no puede una raíz buscar la luz y un tallo buscar la tierra porque la planta sencillamente moriría.
llenos de auténtica vida
El hombre que busca a Dios, desarrolla su propia naturaleza de ser humano. Si las plantas fuesen libres como los hombres y pudiesen escoger hacia dónde dirigir sus raíces y tallos, seguro que seguirían haciéndolo bien, pues su vida dependería de esa opción. Sólo el hombre, dotado de libertad y a costa de ella, es capaz de cambiar hasta su propia naturaleza, aquella de la que depende su vida.
Una vez más los geranios, los tulipanes y hasta las lechugas, saben más de la vida que los hombres. Buscan la vida sin errores, dejan a su naturaleza obrar y no se confunden.
Tan sólo dejemos que nuestra naturaleza busque su tendencia profunda, la más elevada, la principal, la que da sentido a nuestro existir y la llena de auténtica vida. Como la raíz busca el agua y el tallo la luz, así debería ser nuestra vida, ordenada en Dios, creciendo en Él.
San Agustín fue un ejemplo de ese raro tipo de hombre que se equivocó de tren y que supo bajarse, estando ya muy lejos del destino, para retomar la dirección adecuada. El reconoce en sus “Confesiones” que Dios mismo nos hace sentir el gozo de caminar hacia Él, “…porque nos has hecho Señor para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti”.