Qué dura cerviz la del hombre, que tropieza mil veces en la piedra del desencanto.
Qué debilidad la nuestra, que nos hace sucumbir con tanta facilidad en las seducciones de este mundo y nos lleva a olvidarnos de que Dios existe, que está ahí y aquí. Y que El es el único capaz de calmar nuestras ansias.
Pero Dios, misericordioso hasta lo infinito y conocedor, en Jesucristo, de nuestra pobreza y pequeñez, está dispuesto, hasta el último aliento de vida que nos quede, a abrazarnos, a perdonarnos, a tendernos su mano para que podamos recorrer con Él, el camino de la vida; que sólo con El es ya un preludio de la vida eterna.
En el mundo en que nos movemos a diario, para obtener algo tenemos previamente que haber hecho méritos para ello; y, aún así, muchas veces no se alcanzan las metas deseadas. No obtendrás un ascenso en el trabajo si no has acumulado una serie de merecimientos o has practicado alguna sucia estrategia, tan frecuentes en el mundo laboral. Nadie te reconocerá socialmente, si no cumples unos requisitos (vacíos, superficiales y engañosos en la mayoría de los casos) que la sociedad te exige. Incluso, si has alcanzado ya cierta edad o tus creencias son socialmente incorrectas, la sociedad puede estigmatizarte y decidir que tú no puedes alcanzar ciertas metas, independientemente de tu valía personal.
En definitiva, en el mundo no existe la gratuidad; si no pasas por el aro no puedes alcanzar determinados lugares que la sociedad reserva para sus elegidos.
Sin embargo, estas metas, afanes y objetivos que habitualmente nos esclavizan y convierten nuestra vida en un infierno, no son, estrictamente, más que vanidad, humo que se lleva el viento de un cronómetro implacable, fruto perecedero que nos sume en la frustración y el vacío.
¡Cuántas veces hemos experimentado en nuestra vida que alcanzar eso que tanto ansiábamos pierde, más temprano que tarde, su poder de atracción y nos vemos abocados a buscar otra cosa, con el objetivo, a veces inconsciente, pero siempre inútil, de llenar un vacío que sólo Dios puede ocupar en plenitud!
ésta es la justicia de Dios
Fijémonos en un pasaje de la Sagrada Escritura como unos jornaleros son llamados a incorporarse a la viña del Señor en el atardecer del día (puede ser en el atardecer de tu vida y la mía), y con sólo decir que Sí obtienen el mismo salario que los que llevan trabajando desde el amanecer. ¡Qué escándalo es esto para la justicia del mundo y alguna vez, confesémoslo, para nosotros mismos!
Y qué decir de la parábola del Hijo Pródigo, en ella el Señor muestra toda su misericordia, sin tener en cuenta la vida que hayamos dilapidado o el mal que hayamos hecho a los demás. Y es que el Señor sólo nos pide nuestro arrepentimiento. Sólo hay una cosa imposible para Él: negarse a sí mismo. Por eso, un corazón contrito y humillado nunca será despreciado por Él.
Diametralmente opuesta y diferente, es la justicia de Dios a la de los hombres. ¡Qué descanso, consuelo y esperanza da el Señor a nuestra vida a través de su Palabra! Sólo con ella podemos enfrentarnos a un mundo que nos quiere esclavizar con sus esquemas, tan mezquinos y exigentes a la vez.
recordando que el Señor es bueno conmigo
Por eso cuando, a veces, siento que las cadenas del mundo me aprisionan y una nube cargada de desconsuelo, tristeza y miedo deja en penumbra mi existencia, sólo tengo que mirar al cielo, dejar que aflore esa nostalgia de Dios en mi vida y abandonarme al amor de Dios, recordando las veces que el Señor ha sido bueno conmigo, sin tener en cuenta mis pecados, como el Hijo Pródigo.
De esta forma experimento que todos los problemas de mi vida, mis sufrimientos, en definitiva, mi cruz, entran en una metamorfosis, gracias a la cual pierden el poder de esclavizarme; y se me abre una puerta al único proyecto al que Dios me llama, que es alcanzar la vida eterna y comunicar a los demás la existencia de esa puerta, la única que nos da acceso a la posibilidad de atravesar el sufrimiento sin que nos robe la libertad, la paz y la alegría, que vienen del Señor.
Por eso a todos los que lean estas líneas y se encuentren desanimados, y a mí mismo, os digo y me digo ¡ánimo! porque nada está perdido. Aunque la historia de tu vida te lleve últimamente a la muerte -esa muerte del ser que es tan dura como la física-, aunque la sociedad en la que te encuentras se haya olvidado de Dios o lo niegue, transitando un camino de autodestrucción y de suicidio como personas, aunque a veces el maligno se salga con la suya y te impida ver a Dios… ¡Ánimo! porque Jesucristo todo lo hace nuevo, porque cada día Dios te da la oportunidad de acogerte a su amor. Ese amor que es el pan nuestro de cada día, que Jesús nos enseñó a pedir en el Padre Nuestro.
¡Ánimo! porque todos los días podemos nacer de nuevo con Jesucristo, porque con Él la muerte ha perdido su batalla.
nos ha seducido de verdad
En cada instante de nuestra vida podemos resucitar. Y llega el día, ya está aquí, en que descubrimos que el Señor nos ha seducido de verdad. Un mal día para Satanás. Y una vez que hemos podido degustar la paz que el Señor nos regala, entramos en un punto de inflexión en nuestra vida. Aunque el demonio no haya perdido la guerra, sí ha sido derrotado en una batalla muy importante.
Yo, débil como el que más, con mi razón y mi sentido de la justicia, que actúan como un lastre que me impide tantas veces gozar de Su presencia, sé, sin embargo, que esta barrera de la muerte óntica puede ser destruida todos los días, mirando al cielo, rezando, recorriendo todas las huellas del amor de Dios en mi vida.
Por eso, hoy, en este momento, desde el ahora y el presente, sólo puedo dar gracias al Señor y fiarme de su misericordia y su amor. Una fuerza de Dios me apremia a poner todo mi hombre viejo, mi hombre carnal a sus pies, para que a través de su gracia me conceda un corazón nuevo y un espíritu nuevo.
Y esto, que está al alcance de toda la Humanidad, ¡cómo callármelo! Por eso debo aprovechar todas las oportunidades que Dios ponga en mi vida, para hablar a los demás de Jesucristo, para que su Palabra pueda actuar en la vida del otro como un bálsamo que renueva y transforma.