Jesucristo no ha tenido pelos en la lengua y, aparte de llamarlo por su nombre, lo ha calificado por sus obras mortíferas: “el Demonio fue homicida desde el principio” (Jn 8,44). Es decir, apenas se rebeló contra su Creador, ya nació en él el odio mortal al hombre. Satanás no pudo soportar que el Verbo eterno, de quien había recibido como ser espiritual una imagen bellísima hasta el punto de llamarse Luzbel, se hiciera hombre: una cosa era adorar a Dios en los cielos y otra doblar la rodilla ante una criatura humana. De ahí su inquina primordial contra Jesucristo y, en Él, contra el hombre, contra cada uno de nosotros, porque “Él es el primogénito de toda la creación”, cabeza de todo lo creado, y por Él han sido hechas todas las cosas (cfr. Col 1,15), de manera que cada uno de nosotros somos una obra genial de Dios a imagen y semejanza de su Hijo y, por ello, objeto directo del odio del Demonio.
Esta visión antropológica que tiene a Dios y Jesucristo como centro fue pacífica hasta el Renacimiento, período histórico que ya había empezado a impregnarse de filones provenientes del Humanismo, una de cuyas dos vertientes coloca al hombre como centro de la historia, excluyendo a Dios y, la otra, acepta la historia divina de la salvación al tiempo que potencia lo humano como causa segunda y protagonista de su quehacer en el mundo.
primera mentira: Dios no existe, la ley natural es absurda
Fue en los años sesenta del siglo pasado —aunque a decir verdad, desde siempre— cuando el Demonio empezó a tejer su telaraña homicida para que el dato de la creación del hombre empezara a subvertirse, oscureciendo los conceptos de sexo y género e ignorando que “hombre y mujer los creó” (Gn 1,27).
Así pues la teoría dominante es que hay que librarse de la manipulación del otro —sea hombre o mujer, pero más debe librarse la mujer de la manipulación ancestral del hombre, supuestamente avalada por la tradición judeocristiana—, para llegar en los albores de este siglo XXI a que lo único que cuente sea el género, elegido a la carta por cada cual, construyendo así ficticiamente su propia identidad al margen del plan divino y por encima de cualquier ley natural o transcendente, puesto que ésta no tienen nada que decir al respecto.
Con estos ladrillos es imposible construir un muro firme, es decir, con estas premisas no cabe ya la institución familiar, principalmente porque el muro no tiene fundamento alguno en donde apoyarse, al haber cancelado de un plumazo la ley natural y quitar a Dios de en medio. El Demonio, silenciosamente, se ha apuntado un gran triunfo: ha logrado que no se hable de él y se ha cargado el matrimonio y la familia estrechando cada vez más la cuerda de la horca criminal con millones de abortos, ha llenado nuestras sociedades de hombres y mujeres desquiciados por sus matrimonios rotos, renovando una vez más los episodios de Sodoma y Gomorra, contra los que arremete San Pablo con vehemencia no disimulada (cfr. Rm 1,18-32).
segunda mentira: no hay una única verdad, sólo verdades relativas
La mujer que era la cuna de la vida, ya no tiene que soportar la “reproducción”, la fábrica de la vida. El homicida inicial ataca su misma fuente, de modo que nuevamente el dragón está esperando que la mujer dé a luz para matar a la criatura (cfr. Ap 12,1-6), porque “el Demonio sigue rondando como león rugiente buscando a quien devorar” (1P 5,8). Y ahí tenemos la tragedia desgarradora de tantas mujeres que ya no saben lo que son ni qué hacer con sus vidas, porque la vaciedad de su propio útero artificialmente estéril las ha llenado de otra vaciedad, viviendo como cadáveres ambulantes, pues cadáveres llenan sus casas, sus familias, sus pueblos y ciudades, despreciando aquel mandato divino: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra” (Gn 1,28).
Ni más ni menos el Demonio presenta batalla en el punto más vital: el origen mismo de la vida, cuyo manantial está en Dios. Si consigue cortar la corriente, el fluido divino que mana de Dios, aborta en raíz su plan salvífico. De hecho, todo cuanto tiene que ver con la supresión de la vida —aborto, manipulación de embriones, trituración de fetos, eugenesia, suicidios, guerras fratricidas (y todas las guerras lo son), eutanasia…— es pura consecuencia de ese instinto homicida del Príncipe de la mentira desde el principio. Él se ha cuidado muy mucho de borrar y arrasar la ley natural, por lo que ya es irrastreable e irreconocible la huella de Dios en la creación, en la naturaleza, sustituyéndola por “la ley del depende”. Es decir, todo es relativo y lo que hoy me parece blanco, mañana lo puedo convertir en negro con la misma fuerza argumental, haciendo desaparecer la moral con un juego maligno de prestidigitación.
Es el relativismo que nos invade en todos los campos, principalmente en el educativo con la implantación de la nefasta asignatura de Educación para la Ciudadanía, que con el pretexto de hacernos buenos ciudadanos, pretende convertirnos en “buenos ateos”, haciendo de su capa un sayo de cuanto huela a religión, sobre todo cristiana. Relativismo, decíamos, que se ha apoderado de la institución familiar, ya que cada cual se construye su familia según su capricho —según su propia hoja de ruta, como se dice hoy—, una vez que al concepto y realidad del matrimonio se le ha secuestrado por ley positiva su contenido fijado por el Creador.
tercera mentira: las obras de impiedad nunca serán descubiertas
¿Y hasta dónde nos hace tambalear el drama fatídico del suicidio? ¡Qué callado se lo tiene el muy zorro del Maligno!, ya que no es políticamente correcto hablar de ello. Recientemente alguna estadística calculaba más de tres mil suicidios diarios, lo que supone más de un millón al año, al que hay que añadir un veinte por ciento más de tentativas, con las consiguientes secuelas de miseria y trastornos psicológicos que todo eso conlleva y que forma el pan cotidiano de tantas gentes que nos rodean, que en verdad se mueren a chorros.
Pero el Embaucador por excelencia no puede cerrar sus propios ojos —por más que haya puesto antifaces de ciegos a tantísimos secuaces— al designio salvífico de Dios, que sabe pasa por la Encarnación de su Verbo eterno, el Hijo de sus entrañas, Jesucristo, “el primogénito de entre los muertos” (Col 1,18), cabeza de serie de una nueva humanidad —“en Él recapituló (o encabezó) todas las cosas” (Ef 1,10), para someterlas todas al Padre (cfr. 1Co 15,27-28) —. Es verdad que “los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz” (Lc 16,8), tinieblas dominadas por “el Príncipe del imperio del aire” (Ef 2,2): pero también lo es que, “aunque germinen como hierba los malvados, serán destruidos para siempre” (Sal 92,8).
única verdad: “al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto” (Mt 4,9)
¡Cuántas soflamas dignas de mejor causa han lanzado los enemigos de la Iglesia!: “Proletarios del mundo, uníos! Con más razón y motivos podemos proclamar: “Cristianos del mundo, uníos”. No para hacer bulto, sino para “en la unidad de un solo Cuerpo, un solo Espíritu, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre” (Ef 4,4-5), encendamos cualquier rescoldo de vida que el Demonio pretende y quiere apagar definitivamente, pues el Mesías “No apagará la mecha humeante” (Is 42,3).
Sí, “la abominación de la desolación anunciada por el profeta Daniel” (Mt 24,15) pugna por erigirse y asentarse en lo más santo, en el origen de la vida; pero “la victoria es de nuestro Dios y del Cordero, que está sentado a la derecha del Padre” (Ef 1,20 y 1P 3,22), y “los poderes del infierno no prevalecerán” (Mt 16,18), porque “donde abundó el pecado (el poder del Demonio), sobreabundó la gracia” (Rm 5,19), vida divina que el Maligno no pudo abortar desde el principio a pesar de sus embestidas homicidas desde el mismo origen: pues ha querido matar a la fábrica de la vida, la mujer, pero otra Mujer, la Virgen María, le aplastó la cabeza (cfr. Gn 3,15).