El dedo de Dios
por César Allende García
ALGO TAN SENCILLO
Y ORDINARIO COMO DISPONER
DE DOS MANOS Y EN CADA UNA
PODER OPONER EL DEDO PULGAR
A LOS DEMÁS,
TIENE CONSECUENCIAS
EXTRAORDINARIAS Y NOS ABRE
POSIBILIDADES FRENTE AL MUNDO
QUE SON SÓLO NUESTRAS:
ESCRIBIR ESTAS LÍNEAS O PINTAR
-PERDÓN POR
LA ATREVIDA COMPARACIÓNUN
FRESCO
EN LA CAPILLA SIXTINA
Todo nuestro mundo interior se asoma al exterior y se hace
un sitio en él y se asienta en él gracias, entre otras cosas, a las
manos. Con éstas se acaban nuestras extremidades superiores;
y los dedos finalizan las palmas. Los pies y sus puntos
extremos son más elementales, menos sutiles; al menos en la
inmensa mayoría de los casos. Lo cierto es que, además de
otras muchas cosas, somos seres “extremosos”.
A veces alargamos el brazo, abrimos la mano y girando en
redondo delimitamos nuestro espacio vital. Otras, con los
dedos gesticulamos enviando mensajes de gran complejidad
semántica y enorme trascendencia para nuestros intereses.
Los gladiadores en el circo romano miraban con infinita
ansiedad si el pulgar del emperador miraba hacia arriba o
hacia abajo. Y ¿quién no ha necesitado seriamente en su vida
alguna vez que algún Lázaro refresque su lengua con el agua
de uno de sus dedos mojados? Esta es una necesidad ardiente
en ciertas ocasiones. Que se lo pregunten, si no, a quienes
han pisado la raya roja del suicidio.
Y en tantas otras nos hemos empinado sobre los extremos de
los extremos de nuestras extremidades para lograr mirar al
otro lado de la tapia de la vida. Muchos, después de tan gran
esfuerzo, han decidido agarrarse a los afilados cristales que
rematan la tapia, con “dedos como garfios”.
Miguel Ángel pintó en 1510 un fresco de 280 por 570 cm en la
Capilla Sixtina: “La Creación de Adán”, en el que el dedo de Dios
casi, pero aún no, toca el del hombre. Es posible que el pintor
quisiera exponer en su fresco una traducción de Gn 1,26 y 27.
Pero ¿por qué no se tocan los dedos de ambos? ¿Por qué aún no? En 1Co 15,45 dice S. Pablo que “el
primer hombre, Adán, fue hecho un alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida”. Está claro que
ente ambos Adanes hay un hueco, un tiempo-espacio.
Entre el viejo Adán y el Nuevo, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, entre la Antigua Alianza y la
Nueva, entre Sara y María…, entre los hijos de Adán y los hijos en el Hijo media una corta pero anchísima
solución de continuidad.
Voy a atreverme a decir que Miguel Ángel Buonarroti pintó entre los dedos un espacio que es un escrito
teológico, sin letras curiosamente, sobre la Encarnación del Logos y el Espíritu Santo.
Es sabido (me refiero por la lectura de la Escritura
y la experiencia de la vida) que la sola carne no
sirve de nada; es el Espíritu el que da vida a nuestra
vida, a esta condición carnal, lábil, tornadiza y
perecedera que nos constituye (Jn 6,63).
Alargando el sentido del texto de Lucas 16,26,
acomodándolo a lo que vamos diciendo, cabe
comprender el espacio entre Dios y Adán como
insalvable, como imposible de transitar de allí
hacia acá, o de acá hacia allí. Dice el Buonarroti
que era necesario que el Hijo de Dios se hiciera
carne, hombre como nosotros. Más recientemente,
el Vaticano II ha enseñado que el Hijo de Dios
“abrió un camino… válido no sólo para los cristianos,
sino también para todos los hombres de
buena voluntad” (GS, 22).
Este camino es el don del Espíritu Santo, el Amor
mismo del Padre infundido en nosotros y en la
Verdad, como ha escrito el Papa en “Jesús de
Nazaret” (pág. 327). La Iglesia, por ello, llama al
Espíritu Santo en la liturgia de Pentecostés Dedo
de la mano de Dios
Estas manos de Dios han creado el Universo; estos
dedos han fabricado (“artesanalmente”) el cielo, la
luna, las estrellas (Salmo 8), han modelado de la
arcilla al hombre, han escrito las tablas de la ley o
“Tablas del Testimonio”, según Éxodo 31, 18: Tablas
que son testigo de que la misericordia y fidelidad
de Dios son eternas (Salmo 116): antes se borrarán
las letras talladas en piedra, que Dios deje de ser
misericordioso y fiel con nosotros.
Por otro lado, la maravilla de la creación se convirtió
en historia de salvación y ésta alcanzó la
plenitud en Cristo (Ga 4,4), nacido de María y
sometido a la ley. Desde ahora la Escritura o Torá
Nueva será el propio Jesús (Hb 1,1-2), libro definitivo
en el que Dios ha querido dejar claramente
explicado el misterio del ser humano (GS, 22).
El cuerpo del Señor, sobre todo clavado en la
Cruz, muestra en sus dos palmas abiertas y fijas
con clavos al madero cómo y cuánto nos ama
Dios (Jn 3,16; Rm 8,34.39). Cada mano lleva tatuado
a punta de clavo el Amor de Dios. Luego volvemos
sobre estos agujeros.
Pero antes de la Cruz las manos y los dedos de Jesús
se movieron por el mundo como jamás lo han
hecho los de nadie: “curando toda enfermedad y
dolencia” (Mt 9,35), y “haciendo el bien a todos al
librarles de la opresión del diablo” (Hch 10,37; Hb
2,14-15). Jesús “tocaba” de tal modo que se le fue la
lepra al leproso (Mt 8,3; Lc 17,11-19); la fiebre a la
suegra de Pedro (Mt 8,15); le vuelve la vida al
chico de Naín, a la hija de Jairo (Mt 9,25); a los ciegos
de Jericó les vuelve la vista; al sordo y al tartamudo
le llegan la audición y el habla correcta, etc.
En el texto de Lc 13,10-17 es el propio Jesús
quien interpreta la curación de la mujer encorvada
como un quebrantamiento de la cadena
con que la tenía sometida Satanás.
LA IGLESIA, LLAMA AL ESPÍRITU SANTO
EN LA LITURGIA DE PENTECOSTÉS,
DEDO DE LA MANO DE DIOS
En el caso del ciego de nacimiento, relata San Juan que Jesús amasó barro (Jn 9,6), en
clara alusión a la creación de Adán por las manos de Dios. Mezclada la tierra ahora con
la saliva de Jesús, se transforma en arcilla nueva, portadora de salud y generadora de
un hombre “de nueva hechura” (Ef 2,10), es decir, capaz de “ver” en aquel hombre al
Señor, al Kyrios (v. 38).
Para la salud del ciego fue necesaria el agua. Se lavó en Siloé y volvió viendo. “Fue y volvió”.
Juan indica todo un movimiento de gran significación. Sabemos dónde fue el
ciego; pero, ¿a dónde volvió?
Volvemos a la Cruz y contemplamos al que traspasaron (Ap 1,7): agujeros en las manos (y
pies) y en el costado un enorme boquete que da acceso a su corazón.
Dice San Pablo que el “quirógrafo” o protocolo que nos era contrario, fue clavado en la
cruz, quitado de en medio por Dios y por el Señor (Col 2,14). Por ese boquete vuelve el
ciego al Corazón de Cristo. Y allí encuentra un escrito nuevo: el de la Alianza Eterna; un
logos o Palabra de la Verdad; un Espíritu sin el que no se puede vivir. El ciego ve, una vez
lavado en el Espíritu, que el corazón de Cristo es también un tesoro infinito de vida (Mt
6,21), que lo atrae por la fuerza del mismo Espíritu, gracias a la cual puede, él y cualquier
otro, llamar a Cristo-Jesús “Señor” (1Co 12,3). A este Espíritu le llama la Iglesia “Dedo de
la mano de Dios”, en la liturgia de Pentecostés, y San Pablo lo señala como la “Gloria del
Padre” y fuente de Resurrección (Rm 6,4).
Pues bien, Tomás el “dídimo” no vio al Resucitado el primer domingo. Sin embargo, su
deseo y porfía de meter sus dedos y su mano en la carne resucitada de Jesús era
mucho más que necesidad de verificar, por sí mismo, el “hemos visto al Señor” de los
demás (Jn 20,24). Por otra parte, nosotros somos los
“mellizos” de Tomás: como a él, un anhelo
inmenso, un deseo ardiente atraviesa nuestra carne
(la condición humana de seres débiles y mortales:
Ef 2,3) y corre por nuestras venas en una búsqueda
frenética.
La desafiante intención de Tomás (“si no…, no lo
creo”: Jn 20,25) de pasar los agujeros de los clavos,
y de llegar por la brecha del costado hasta el
mismísimo “Cor Iesu Sacratissimum” es una pretensión
exegética de inmenso calado: alcanzar el
“Logos” de la Palabra Resucitada, acceder a la
Revelación del Padre en el Hijo “engendrado hoy”
(Sal 2,7). Vemos en el relato de Tomás un dinamismo
similar al del ciego de nacimiento. En ellos
dos todos los hombres pretendemos un viaje de
ida, de entrada, al Señor, que es búsqueda, heuresis
de la Verdad (Jn 18,38), y de vuelta del interior
de su Corazón, que es hermeneusis o interpretación
o conocimiento de lo encontrado. Todo
hombre busca en el Corazón del Señor vuelto a
la vida al Espíritu Santo.
El ciego y Tomás “buscan comprender” la Verdad
y descubren que la Verdad les había ya buscado
antes a ellos. Y que el Logos y Sabiduría del Padre
les sale al camino del Emaús de todo hombre y
les interpreta la Escritura (Lc 24,27), es decir, se les
presenta como la nueva Torá en persona.
He aquí la ley eterna, hecha profesión de fe por
Pablo: “Murió por nuestros pecados y resucitó
para nuestra salvación” (Rm 4,25; 2Co 5,15.21). La
Verdad es que DIOS ES AMOR, y que le podemos
llamar “padre”, contactar nuestro dedo con el
suyo, gracias al Espíritu de su Hijo levantado de la
muerte, que habíamos de recibir cuantos creyéramos
en él (Jn 7, 39).
Este contacto nos da derecho a la herencia del
Hijo, o sea, a la misma gloria de Dios en el Señor
(Rm 8,16-17): estar en el cielo ya para siempre con
Él (1Ts 4,17).
Se dice que el dedo de Adán pintado por Miguel Ángel se perdió, debido a una grieta, y que hubo de
rehacerse luego. Sería Carnevali quien lo rehiciera. Nosotros, sin embargo, sabemos bien quién ha
hecho de nuevo entero a Adán; y que lo ha recreado infinitamente mejor.
Dicen los expertos que en la pintura del Buonarroti aparece, al lado de Dios Padre, la Virgen María.
Puede ser. Lo que sí es cierto es que estaba junto a la Cruz, fiel al querer de Dios (Jn 19, 25) y con el corazón
roto también, de amor y de dolor. También estuvo rezando con la Iglesia incipiente para que viniera
el Espíritu Defensor (Hch 1,14). María, ella siempre presente para gozo de todos los hijos de Adán.
“Ruega por nosotros, Santa María. Que el Espíritu de tu Hijo resucitado repose sobre nosotros…, pues
en Él tenemos puestas todas nuestras esperanzas” (Is 42,1-4; Mt 12,18-21).