«En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: “¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?”. Él les contestó: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Y añadió: “Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición. Moisés dijo: ‘Honra a tu padre y a tu madre’ y ‘el que maldiga a su padre o a su madre tiene pena de muerte’; en cambio, vosotros decís: Si uno le dice a su padre o a su madre: “Los bienes con que podría ayudarte los ofrezco al templo», ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con esa tradición que os trasmitís; y como estas hacéis muchas”». (Mc 7,1-13)
Los fariseos utilizaban todo lo que les venía a la mente o las manos para criticar a Jesús. También las normas higiénicas que preconizaba la tradición judía para tomar los alimentos, como lavarse las manos antes de comer, norma que en nuestros días sigue siendo muy recomendable para gozar de una buena salud y evitar las infecciones. No se trata, pues, de que Jesús tuviera algo en contra de una costumbre tan sana.
Y es que Jesús viene a curar el corazón del hombre, a sanar las heridas del pecado, y todo lo que hace, también la curación física de cojeras, cegueras, lepras, parálisis de manos, brazos o piernas, la portentosa resurrección de los muertos, y todos los milagros que obra sobre los cuerpos enfermos, no son fines en sí mismos. Jesús no es un sanador, no es un mero curandero, y remediando los males que aquejaban a los que buscaban confiadamente sus cuidados, solo pretende poner de manifiesto la misericordia y el amor de Dios a los hombres. Y abrir los ojos del alma de los que eran curados y de los que eran capaces de maravillarse al contemplar sus milagros, para ponerlos en el camino del reino de los cielos y de la fe verdadera.
Y la clave de sus palabras, cuando Jesús nos la rebela, ya nos resulta muy sencilla, no obstante que, sus propios discípulos, se arremolinaron luego en torno a él para que les explicara aquella amonestación a los escribas que le preguntaban, pues la queja de Jesús se dirige directamente al aspecto más profundo de la relación del hombre con Dios, al misterio del culto divino, de cómo debemos darle gloria y adoración, y así, deja al desnudo la hipocresía de sus interlocutores cuando dice: “El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Esa es la cuestión. Y antes hubo desconsuelo en sus primeras palabras cuando cita a Isaías y dice: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”, pues “nada de lo que entre de fuera puede hacer al hombre impuro” (Mc 7,15), y sí lo que sale del interior del hombre. En definitiva, que se puede ser puro con las manos sucias, e impuro con las manos limpias.
Sí, efectivamente, limpios e irreprochables, impolutos e higiénicos, fieles a la tradición de los más de seiscientos preceptos de la Torá, donde todo está previsto, copas, platos y ollas relucientes, todo bien fregado, pero el corazón del hombre frío y estéril, vacío de amor, sin perspectiva de lo divino, doctrina del hombre y para el hombre, y todos alabarán su pureza exterior y se gozarán en ella, pero su corazón de piedra estará lejos de Dios, Dios no estará allí, y tampoco se le espera.
Y es que Dios solo mira al corazón del hombre, y en el Libro del Juicio, el quinto de los que nos relata Santo Tomás de Villanueva para la instrucción del hombre en lo divino, en la ciencia de Dios, se llevará cuenta de todos sus pensamientos y deseos, y de eso seremos examinados.
Horacio Vázquez