Junto a la cruz de Jesús estaba su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua (San Juan 19, 25-34).
COMENTARIO
Jesús, a punto de morir, entrega su madre, María, al apóstol Juan, haciéndola madre suya también. Esto no es una especie de tratamiento simbólico u honorífico y menos aún una fórmula entrañable para conseguir que alguien se ocupara de la Virgen mientras viviese, de modo que no quedara desprotegida. Jesús, en la persona de Juan, hace donación de María a su Iglesia, a todos nosotros. Esta maternidad es real, verdadera, pues los componentes de su Iglesia formamos el cuerpo místico de Cristo; es decir: el Cristo total cuya cabeza es Jesucristo. Por eso, María, mediante la cual se encarnó el Verbo, es totalmente madre de Jesucristo en todas sus dimensiones y, naturalmente, no solamente de su cabeza, sino también de su cuerpo místico: la Iglesia y cuantos forman parte de ella.
En definitiva, María nos ama a todos y cada uno de nosotros de una manera personalizada, conociéndonos con nombre y apellido, sabiendo cómo somos y qué es lo que nos conviene, los problemas que nos preocupan y las ansias de felicidad que cada uno tiene.
Esta solícita madre se nos brinda y no deja de estar a nuestro lado para asistirnos en todo momento volcando su ternura sobre cada uno. Todo esto lo realiza sin violentar nuestra libertad; es decir, acudiendo a cada uno cuando la reclama con fe, con perseverancia y con un corazón agradecido.
A través de ella podemos llegar a conocer a Jesucristo, su Hijo y señor nuestro, con verdadera profundidad, lo cual, nos llevará a amarlo y hacerle partícipe de nuestra vida cada día con mayor entrega. Este es el verdadero camino para ser en este mundo felices –a pesar de la cruz a través de la cual llegaremos a la resurrección- y para enfocarnos cada día con mayor firmeza hacia la Vida Eterna.