Poco antes de llegar a Vilariño, en la provincia de Orense, nos desviamos por una ruta asfaltada sin cuneta definida ni arcén que nos llevó hasta Hío, una preciosa localidad pontevedresa, en cuyo crucero —considerado una joya del arte gallego— debíamos esperar la llegada del coche que nos recogería para realizar la última etapa del viaje: la playa de Castiñeiras. Con el sol todavía alto y agobiados bajo el peso de las mochilas, llegamos a la plaza del Crucero a las ocho de la tarde. Aunque cansados, no podíamos dejar de admirar la belleza de aquello que delante de nosotros se erigía.
“un poema de teología escrito en piedra”
El crucero de Hío, obra de finales del siglo XIX del maestro Cerviño, es la cumbre de un arte propio de Galicia, como es el de realizar cruceros con una doble finalidad: por un lado, destacar la cruz donde murió Cristo y, por otro, remarcar el cruce de caminos.
En estas tierras existen más de diez mil cruces de piedra, que, al igual que ésta de Hío, señalan las encrucijadas de los caminos gallegos, recordando a los viandantes la Historia de Salvación de Dios para con el hombre y anunciando en los atrios y anteiglesias de las parroquias y ermitas del medio rural toda la simbología de la redención de Cristo en el suplicio de la cruz, poniendo de manifiesto los instrumentos de aquel martirio, como fueron los clavos, las espinas y los azotes.
Aunque el tiempo de espera se prolongaba para nosotros, la admiración por la espléndida talla del crucero parecía acortarlo. Mis compañeros y yo ya habíamos pasado por aquí en alguna ocasión, pero volvimos a disfrutar maravillados de la arquitectura del crucero que pasa por ser el más perfecto y bello del mundo, o al menos eso dicen los entendidos. Su originalidad y grandeza no pasa desapercibida ante quienes lo admiran. Sin duda estábamos delante de “un poema de teología escrito en piedra”, como acertadamente ha dicho de él el estudioso Hipólito de Sa Bravo.
el acto de desclavar a Jesús una obra maestra
José Cerviño, su autor, era un humilde pero genial maestro cantero de Cotobade que labró este misterio con una gran devoción, no dejando nada a la improvisación en la compostura del acto de desclavar a Jesús de la cruz que nos narra este monumento.
En este crucero la piedra no se cansa de hacerse filigrana amorosa y encaje devoto en cualquiera de sus partes. En el basamento se representa la caída del hombre con el pecado original; en el fuste, la promesa de salvación con la Virgen que nos trae a Jesús y, finalmente, en la cruz queda simbolizada la realización de la Redención, con el piadoso acto de desclavar a Cristo y el descendimiento.
En esta última parte queda magníficamente tallado el Cristo muerto y despojado de los clavos que atravesaron sus manos y sus pies, y de las espinas de la corona de irrisión que las golondrinas ayudaron a retirar de la frente. Allí están al pie del madero, en espera anhelante, el Apóstol Juan y María la madre de Jesús, con los brazos preparados para recibir en ellos el cuerpo exánime de su Hijo; junto a ellos, como queriendo sostener los pies que cuelgan traspasados, también está José, el rabino natural de Arimatea, aquel pueblecito de Judea situado al Sur de Lida, en la tierra de Dan.
Es el mismo José quien, como todos los discípulos, lo abandonarían después del prendimiento, y el mismo que no supo defender a Jesús ante el Gran Sanedrín que lo condenó injustamente, como tampoco el que dejó oír su protesta cuando lo escupieron y lo abofetearon en aquel juicio nocturno y sumario, pero que una vez muerto se atrevió a pedir el cuerpo del ajusticiado a Pilatos y éste se lo concedió.
Pero José de Arimatea ya no cometió nuevos errores con el cuerpo de Jesús. Según se nos relata en esta proeza de la piedra, contrató por su cuenta a dos carpinteros para que le ayudaran a descender el cuerpo. Antes de desenclavar a Jesús, y subidos ambos en sendas escaleras, ciñeron el pecho del Redentor por las axilas con un lienzo que hicieron pasar por la encrucijada del madero para que no se desplomase. Seguidamente arrancaron los clavos de las heridas ensangrentadas de las manos y de los pies, con una gran meticulosidad para no mutilar más sus miembros traspasados. Y de esta suerte, los brazos se desploman ahora a lo largo de sus costados, cuando ya el cuerpo únicamente está sostenido por el lienzo que lo sujeta al madero sin la fiereza de los clavos.
Después, estos cireneos que ayudaron al Jesús muerto a bajar de la cruz, como aquel otro que en vida lo ayudó a subir a ella, con sus instrumentos de desenclavar atados a la cintura, cimbreándose en las escaleras aun a riesgo de caer, sostienen aquellos brazos que en vida sólo se habían alzado para bendecir, perdonar los pecados y adorar al Padre que lo envió. Así, en acrobática postura, se disponen cuidadosos a descender lentamente al Hijo hasta los brazos amorosos de la Madre, que lo mecerá unos instantes antes de entregarlo para la sepultura, en el mismo regazo donde Él se engendró, sumando así el dolor que falta para ser corredentora de todos los hombres.
el Evangelio vivo en la encrucijada de caminos
Sin uniones ni fisuras, todo esto está explicado a golpe de cincel en el crucero de Hío, en un solo bloque de granito, en una sola piedra berroqueña hecha Evangelio para aviso y devoción de los caminantes: aquellos que, al pasar, pueden mirar a la cruz que se quedará vacía del crucificado que nos prometió la resurrección y la vida, y que, al torcer por cualquiera de los senderos de la encrucijada que santifica, se santiguan piadosos.
El crucero está situado frente a la Iglesia románica de San Andrés de Hío, que data del siglo XII, restaurada en 1788, en la que todavía se conserva su bóveda de cañón y la torre espadaña para dos pequeñas campanas. La advocación es la del apóstol San Andrés, aquel pescador de Galilea que recibió la llamada de Jesús al mismo tiempo que su hermano Pedro.
Cuenta la leyenda que una reliquia de este santo, que sufrió martirio atado su cuerpo en una cruz aspada a la que después se dio el nombre de Cruz de San Andrés, fue trasladó a esta tierra en el siglo XII por los caballeros de la Orden de Malta, venerándose hoy en el Santuario de San Andrés de Teixido, próximo a Cedeira, en la provincia de La Coruña, en la embravecida Costa da Morte, la misma de la que el decir popular afirma “has de ir de muerto si no vas de vivo”; es decir, en las orillas occidentales y atlánticas que marcan el fin de la tierra firme, y junto al mar de Galicia, a veces áspero y agitado, pero que aquí, en el Morrazo, se remansa sosegado en bahías tranquilas y abrigadas.
Ante el monumento se abren los caminos: por la derecha el que conduce hasta Vilariño y Aldán; por la izquierda, el de Donón y a las puntas de Subrido y de Escodelo en el espacio costero conocido como Cabo Home,un territorio salvaje y de impresionante belleza, desde cuyos acantilados y playas casi se pueden tocar con los dedos las Islas Cíes, que protegen la entrada de la ría de Vigo; por el frente, el de los pueblos de Pintens y Vilanova en dirección a la Punta de las Osas, la ruta elegida por nosotros.