Las palabras del Sermón de la Montaña las dirige Jesús a todos los hombres pero se encarnan en aquellos que quieren ser sus discípulos. El corazón del Sermón muestra el ser mismo de Cristo, al que Juan Bautista presentó una vez como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). La ley ha sido promulgada para restaurar la justicia conculcada, por eso, establecía un equilibrio: “ojo por ojo y diente por diente”. Sin embargo, Jesucristo establece una disposición radicalmente “injusta” en apariencia: “Pues yo os digo: no resistáis al mal”.
El reglamento rabínico formula los posibles males que otros puedan infligir a una persona, comenzando por el más grave y terminando en el más leve. Pero el Señor va más allá: “al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra”. Para que el que está enfrente de ti pueda abofetearte en la mejilla derecha ha de golpearte con el revés de la mano, un gesto que indica el supremo desprecio hacia tu persona. Pues bien, Jesús dice que si alguien te quita el honor, déjatelo arrebatar pues, contrariamente a lo que afirma Calderón de la Barca en su obra El Alcalde de Zalamea, aunque el honor es patrimonio del alma y el alma solo se debe a Dios, por amor a Él es preciso darlo todo, incluido el honor, pues este no proviene de lo que a uno le puedan honrar o apreciar los hombres, sino de ser amado por Dios.
Como pobre que uno es, nada defiende, ni siquiera su honor, pues el pelear por el honor, como por cualquier otra posesión, no aporta paz sino contienda, odio y destrucción. Sigue proponiendo Cristo: si uno te quiere arrebatar con artimañas injustas la túnica, déjale también el manto (manto y túnica era todo lo que uno poseía). Y si alguien te explota en el trabajo, déjate explotar. Y, finalmente, si alguien te pide lo tuyo, con lo que de algún modo te hace violencia injusta, dale y no le des esquinazo.
¿Por qué estas extrañas recomendaciones que van en contra de toda lógica humana? Para ello hay que entender la “justicia” de Dios. Él envía a su Hijo “para anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). La liberación que viene a implantar es radical y definitiva, por eso no se limita a cambiar las estructuras injustas, porque las estructuras injustas provienen del corazón injusto del hombre y, si este no cambia, nada habremos conseguido. Por esa razón, todas las revoluciones habidas en la historia se han limitado a cambiar el collar al perro, por lo que no solo han fallado en su objetivo, sino que han recreado otras estructuras tanto a más injustas que las que pretendían erradicar.
misericordia quiero y no sacrificios
El único y verdadero revolucionario habido en los días de los hombres ha sido y sigue siendo Jesús de Nazaret, el Cristo. Mientras el corazón del hombre esté lleno de riquezas y, por tanto, de reivindicaciones y exigencias, cada vez que reclame una justicia estará infligiendo otras, lo que le llevará a dar muerte al otro, físicamente o en su corazón. Por ello, detrás de toda exigencia de justicia está el Maligno.
Cristo aboga por lo contrario: no te resistas al mal, pues de lo que se trata es de erradicar el mal del mundo y el mal del mundo no se elimina devolviendo mal por mal, pues de este modo acabaremos todos tuertos y mellados. Solo hay un modo de extirpar el mal, tal como ha hecho Jesucristo, el mal se anula cargando con él, no devolviéndolo.
Como Cordero de Dios, el Hijo de Dios se imputa a sí mismo con los pecados del pueblo y los arrastra fuera del campamento y, con su muerte, da muerte al pecado. No es la reivindicación de justicia sino el amor lo que quita el pecado del mundo. Cuando alguien carga con él, este mal se detiene, no pasa a otro y muere con él. No fue Espartaco quien trajo la libertad a los esclavos, es Cristo el que libera al hombre que está esclavizado por el pecado y que, por el miedo a la muerte, hace el mal y lo desparrama por el mundo.
Cuando este pecado llegó a su plenitud con el rechazo mismo a Dios de parte del pueblo elegido y amado, Dios glorificó su Nombre mostrando el amor más grande que existe en la cruz. Es la única solución, aunque para ello se necesita tener el corazón mismo de Dios. Y esto es justamente lo que ofrece Cristo a sus discípulos cuando les invita a amar a sus enemigos y a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial. Y la perfección de Dios consiste en amar por igual a justos e injustos, porque su “justicia” se resuelve en su misericordia (Lc 6,36). Dios actúa siempre con misericordia, pero quede bien entendido que la misericordia es un don y para que este sea efectivo, ha de ser recibido; de modo que únicamente quien reconoce su culpa y se humilla alcanza el perdón.
Este es el llamamiento que hace Jesús a sus discípulos asociándolos a Él en su ministerio de reconciliación del mundo con Dios. Cuando el pecado del mundo está llegando, como en estos tiempos, a su plenitud; ahora que reniega y se rebela contra Dios y rechaza a su Cristo, es el momento de proclamar la Verdad, anunciar la salvación y cargar con el pecado del mundo sin tomar la justicia por cuenta propia (Rm 12,19), pues la justicia viene del Señor, a Él se deja la venganza (1Co 6,7), Él da el pago en el momento en que su pie vacile (Dt 32,35). Y aunque por el momento haya que pasar por la prueba y el testimonio, llega la hora de mostrar el amor sin límites, pues el amor es lo que salva a todos y, en primer lugar, a los perseguidores.
amar es vivir en libertad
Sabemos en qué consiste el primer mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con toda tu mente”. Jesús invita a sus discípulos a vivir este mandamiento cuando los llama a practicar el ayuno, la limosna y la oración. Pues ayunar no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón.
El corazón del hombre está apegado a muchas cosas y busca en ellas su seguridad: en su familia, su casa, su tierra, sus amigos, todo lo que tiene detrás de sí, lo que le sostiene y otorga confianza. Pero si su corazón está atado a todas estas cosas no puede ser libre para Dios, por lo que es constantemente impelido a salir y dejarlo todo a fin de que Dios sea su único tesoro.
No es que Dios necesite de nuestro ayuno, Él quiere nuestra liberación y si llama a dejar es por un doble motivo: porque las cosas en las que confiamos no dan seguridad por ser caducas, efímeras y falibles y porque sin salir no se puede llegar a la meta y sin dejar no se puede recibir. De ahí el llamamiento a ayunar de toda aparente seguridad, absteniéndose de comer, como signo de renuncia a lo que falsamente nos sostiene.
Lo mismo ocurre con la limosna para poder amar a Dios con todas las fuerzas. Contamos con nuestros haberes para garantizar nuestro futuro creyendo que con ello lo tenemos asegurado, pero no son nuestras riquezas las que avalan nuestro futuro; es Dios nuestra verdadera garantía, y para ello se nos pide sacrificar, como a Abraham, nuestro hijo, todo nuestro futuro.
Cierto que si hemos renunciado a las garantías de nuestro pasado y ahora sacrificamos el futuro, nada nos queda, y esto es, justamente, lo que nos pide Dios, no para despojarnos sino para enriquecernos, pues solamente cuando estamos vacíos del todo puede Él llenarnos del todo.
Uno queda emplazado a tomar una decisión aparentemente contra la razón y esta decisión se realiza en el presente, por ello se necesita amar a Dios con toda la mente y entrar en lo que en apariencia es un absurdo. Aquí entra la oración, el combate por aceptar la obra de Dios en nuestra historia, conscientes, contra cualquier insinuación del enemigo, que todo es gracia y cada acontecimiento viene a nuestro favor, de manos de Aquel que rige los destinos de las naciones. Por ello ayunar, dar limosna, como signo de desprecio al dinero y de confianza en la providencia, y orar para aceptar la voluntad de Dios. Y todo ello en secreto porque se trata de las intimidades del alma con Dios, no es para pregonar y ser alabados, es el secreto del Rey que solo los dos implicados han de conocer.
Dentro de este contexto inserta Mateo la oración del Padrenuestro, la máxima expresión de la confianza filial, de la vida íntima del cristiano. Su comentario merece un capítulo aparte.