El divorcio no es un derecho, es una desgracia. Recuerdo cuando se aprobó la ley: muchos de los falsos profetas de nuestro tiempo –psicólogos, pedagogos, sociólogos, incluso filósofos y, sobre todo, políticos– saltaban de alegría y de satisfacción confiados en la vana esperanza de que la felicidad que no se había logrado en el matrimonio, ahora se iba a conseguir. ¡Ya era hora! Miles de matrimonios infelices, podrían, lícitamente, romper ese contrato que les obligaba a estar unidos de por vida.
¡Menos mal! Ya no tendré que aguantar más a esa foca malhumorada. Ni estaré obligada a acostarme con ese obseso sexual. Ya no tendré que aguantar a la suegra. Ni soportar las manías, ni las neurosis, ni la soledad, ni las humillaciones, ni el sexo a cuenta gotas… ¡Ya soy libre! Ahora voy a ser feliz. Se acabó la frustración, el sometimiento y la esclavitud. Podré dar rienda suelta a mis verdaderos sentimientos, apagados y silenciados durante tantos años. Se han roto mis cadenas.
Hoy, cuando se van a cumplir 26 años de la primera ley de 1981, la idea paradisíaca del divorcio ya no vende igual. La historia, en estos años, nos ha corregido y nos ha enseñado que el divorcio, más que un derecho, es sobre todo un fracaso. ¿O acaso es un derecho estar enfermo? ¿ No es esto absurdo?
En España, cada tres minutos y medio se produce una ruptura matrimonial. Y los miles de parejas que se iban a liberar del peso conyugal, a día de hoy se han convertido en más de un millón. Los complejos, la envidia y la frustración, características inequívocas de la idiosincrasia de los españoles del último siglo, nos hacen estar a la cabeza de Europa en número de divorcios. La reforma de la ley, lo que se ha denominado “divorcio exprés”, va a producir 160.000 rupturas para este año. Y en el año 2010 se igualará el número de divorcios con el de bodas. La baja natalidad tampoco ayuda, ya que los hijos siempre han sido un freno fundamental ante la ruptura. Mejor así. Si no hay hijos, un problema menos.
Las consecuencias del divorcio son terribles. Queda dañado el deseo profundo del ser humano de amar como armadura frente a las adversidades y sufrimientos de la historia, como progreso hacia Dios, y en su lugar queda un poso de amargura, un vacío agrio recubierto de tibieza.
No existen divorcios amistosos. Tal vez no se manifiesten los odios y las rencillas, pero están. Quizá no se note el sufrimiento, pero existe. Nadie puede desgajarse un trozo de sí mismo sin que le duela (Mt 19,4). Es un dolor profundo, que aparece después, cuando cada uno de los cónyuges experimenta la soledad. Se da cuente que tiene los mismos problemas con la nueva pareja, cuando no mayores, o que su vida se ha dado la vuelta como un calcetín. Pero sobre todo, lo que queda es una experiencia de muerte: he sido incapaz de amar. Porque, si el hombre fue creado para amar; si la máxima realización del ser humano está en amar, si la verdadera felicidad se encuentra ahí, él y ella han visto ahora secarse la fuente de la que bebían. A partir de entonces late un rumor profundo en su interior: nunca podrás amar.
El dolor que aparece desde el primer día es el de los hijos. Ese dolor va en aumento según pasa el tiempo, porque también va en aumento el dolor de ellos, la necesidad que tienen de vivir con sus padres, las carencias formativas y educacionales que se producen, la manipulación de que son objeto demasiadas veces para herir al ex-cónyuge y, sobre todo, cuando se les hace partícipes del odio, de los problemas y de las rencillas hacia el otro; de forma que toman partido por uno de ellos y la relación paterno-filial se rompe.
Muchos dirán que ellos no actúan así. Que delante de los niños nunca muestran sus diferencias. Que ante ellos, se comportan amistosamente. Pero a los niños no se les puede engañar, ellos están más cerca de Dios y, por tanto, de la verdad. Ellos ven la llana realidad: “No se aman. Mis padres, de quienes yo recibía la vida, en quienes yo veía el reflejo del amor verdadero, del amor para siempre, se odian, y hasta tal punto, que no han sido capaces de permanecer unidos, ni siquiera por mí. El amor no existe. Y si existe, no es para mí”. Ésta es la indeleble marca que queda en los hijos.
Hoy en día, después de muchos años de divorcio, se pueden ver las consecuencias en esos niños que han vivido su infancia y su adolescencia en familias rotas. Niños solitarios e introvertidos, hiperactivos y violentos, apocados y apáticos, temerosos, hipermaduros de papel… Al fin: con inmensas carencias afectivas que desembocan en caracteres complejos y frustrados.
Por eso, hoy se puede afirmar, a la luz de estos años de experiencia, que el divorcio no es un derecho, sino una desgracia. Que los miles de matrimonios que anhelaban esta ley como única salida para conseguir la felicidad, ya no piensan igual que entonces. Que quizá hubiera sido mejor hacer un esfuerzo, aguantar un poco más, soportar algunas injusticias, incomprensiones, etc. tal vez la recompensa hubiera sido mucho mayor.
Esos falsos profetas que dominan los medios de comunicación, imbuyeron en nosotros unos conceptos del amor y del matrimonio erróneos, como son: “el amor se acaba” “el matrimonio no puede ser para toda la vida” “ya no estoy enamorada” “es preferible que los niños no vean nuestras peleas” “si no nos queremos, mejor es separarse”… No. Si no nos queremos, lo mejor es empezar a querernos. ¿O no estabas ya pensado en empezar a querer a otro o a otra?
Claro que en el fondo de todo hombre subyace la incapacidad de amar. La dificultad de morir uno mismo para dar vida al otro, de cargar con la injusticia, de coronar de espinas la razón. El cónyuge se transforma en nuestro enemigo, parece que todo lo que hace es en nuestra contra, para hacernos daño. Por eso dirá San Pablo “gran misterio es este…” (Ef 5,31).
El amor en un matrimonio no se acaba, pues ni siquiera ha empezado. El enamoramiento no es amor, es el reclamo a esa vocación insustituible del corazón humano, la llave de entrada. Pero una vez dentro, hay que empezar a construir, limpiar y arreglar esa casa llena de egoísmos, de taras, de complejos, de frustraciones… y entonces, poco a poco, va creciendo el amor, mientras los dos se van haciendo una sola carne ( Gn 2,23-24).
Nosotros sabemos que esto no se puede conseguir sin Dios. El hombre se encuentra indefenso ante las argucias y tretas del maligno. No tenemos, en nosotros mismos, la más mínima posibilidad de hacerle frente “ porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Pero sí podemos, con el Señor.
Jesucristo es el garante de nuestro matrimonio. Él se ha comprometido con nosotros: “En verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Jn 14,12).
Él nos defiende, nos justifica, nos alienta, nos envía su Espíritu Santo, para caminar sobre las brasas del mundo sin quemarnos, para ver en la oscuridad, para andar por encima de las aguas de la muerte.
El matrimonio es un combate a muerte diario, pero no contra el cónyuge, sino contra el demonio. Dios es el Juez, Jesucristo el árbitro; los esposos en una esquina del ring, el maligno, en otra. Empieza el combate. Y Jesús, el árbitro, viendo la superioridad manifiesta del contrario sobre nosotros, no se ha mantenido imparcial, sino que se ha puesto de nuestra parte, dándonos la vida eterna, vida que podremos seguir regalando sin miedo a que se nos acabe, porque sale de un saco que no tiene fondo. El inagotable amor de Dios.