«En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, sí bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”». (Lc 6,39-42)
Existe el peligro de que determinadas palabras, frases o pensamientos se etiqueten rápidamente como «religiosos» y desde ese preciso momento dejen de transmitir contenido fuerte. Así con la voz «hipócrita»: bajo su sonoridad griega se antepone el pertenecer a la jerga religiosa o el ser un fenómeno abstracto. Hay mucha hipocresia «religiosa» —se comenta—, este Papa denuncia la hipocresía, la hipocresia está unida a la Iglesia (que, para algunos, toda ella no sería más que hipocresía), etc. Pero, aún así, retumba la denuncia personalizada, en singular, con la autoridad de Jesucristo.
Efectivamente, Jesús nos llama hipócritas (el que pone cera en vez de madera en una talla escultórica o disimula así sus fallos, o el que interpreta un papel en el teatro) pero esa palabra huele a religiosidad, clericalismo, moralina, cumpli-miento, etc. Pierde poder de denuncia si queda confinada al artificiso mundo de lo religioso.
Pero las traducciones —ya que el destino de los hipócritas no es halagüeño (Mt 24 51) — podían usar expresiones más hirientes y descarnadas; falsarios, impostores, insensatos, ilusos… y, específicamente, en el campo espiritual, comediantes, inconsecuentes, maestros de la apariencia.
Esta es la hipocresía, la insinceridad: lo claro que tenemos lo que los demás deben hacer (especialmente en el plano espiritual) y lo obscuro o deformado que tenemos el «ojo» respecto de nuestro propio yo, avezado al lucimiento y cultivador de la apariencia.
Una buena traducción actual de la palabra hipócritas sería «preocupados por la imágen», pero mejor insistir en la denuncia: «faltos de discernimiento». No sabéis lo que os ocurre a vosotros mísmos y pretendéis pontificar sobre los demás. No. Eso no funciona. «Sácate primero la viga de tu ojo». La Palabra de Dios aquí comporta, a mi criterio, al menos cuatro mensajes muy graves, y siempre en orden a crear contraste entre sus caminos y nuestros caminos, para aumentar la grandeza del misterio de su designio redentor:
- El primero atañe a tu personal ascesis. Nadie puede quitar de tu ojo la viga, excepto tú mismo. Es tarea tuya. Está en imperativo reflexivo: «sácate…». Eres sujeto y objeto. La decisión es tuya; el colirio, «sus palabras».
- La segunda idea es que estás equivocado. Sí, equivocado de medio a medio. Tú crees ver claro, tener discernimiento (de almas), saber a ciencia cierta lo que le conviene a tal o cual persona, familiar, amigo, etc. Estás en un grave error. Lo que piensar tener «iluminado» está mediatizado por «tu viga» y solo puedes estar seguro de una cosa: de que estás equivocado, precisamente respecto de tu hermano, ese en el que habías reparado.
- La tercera es que tu voluntad tal vez sigue siendo válida. Es plausible tu impulso de acudir en ayuda de tu prójimo, quien por cierto no está aquejado de nada grave en proporción a tu problema. Socórrelo respecto a su pequeña «mota» pero, tranquilo, «estando ya tu casa sosegada», cuando ya hayas quitado «tu viga» de tu ojo: es muy posible que para entonces tengas reconsiderado incluso la necesidad de intervenir, puede que «la brizna» de tu hermano se haya esfumado con tu grosera «viga».
- En todo caso, si subsiste la mota, ándate con sumo cuidado. El ojo es extremadamente delicado. Ahí estriba la potencia de la parábola: un ciego que guía a otro ciego. Estais en peligro los dos: tú y el beneficiario de tu buena intención. Deja que actúe El Señor, el Maestro, porque tú aún no has terminado el aprendizaje; todavía no has entregado tu vida por amor.
Solamente cuando hayas sacado tu viga —que está a la vista de todos, no lo olvides— estarás en disposición de «ver». Y cuando hayas recuperado la vista, tras tu penosa autoextracción de la viga, solo entonces podrás dirigirte a tu hermano —»verás claro»— para ayudarle en la delicadísima operación de librarle de una pequeña aunque enojosa «mota». Porque en el ojo la más mínima partícula es de por sí irritante, y justamente el «ayudado» tiene que estarse quieto para la maniobra. No estará aquietado quien se siente amenazado, juzgado. En cambio colaborará esperanzado con quien humildemente se le acerque, viendo con claridad por venir de la experiencia de haberse limpiado previamente, y por obra del colirio del Señor, de su propia viga.
Francisco Jiménez Ambel