No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna al mundo y al hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna el firmamento, las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y si conocemos a esta Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos materiales ya no es la última instancia; ya no somos esclavos del universo y de sus leyes: ahora somos libres.
El cielo no está vacío. La vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor.
no es la ciencia la que redime al hombre; el hombre es redimido por el amor
Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de “redención” que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida.
Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicional. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces —sólo entonces— el hombre es “redimido”, suceda lo que suceda en su caso particular.
Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún.
Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito.
un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cfr. Ef 2,12)
Es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cfr. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cfr. Jn 13,1; 19,30).
“Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces “vivimos”.
Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios.
Ciertamente no “podemos construir” el reino de Dios con nuestras fuerzas; lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza.