«En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: “Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: ‘Chaparrón tenemos’, y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: ‘Va a hacer bochorno’, y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer? Cuando te diriges al tribunal con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él, mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues el último céntimo». (Lc 12,54-59)
Jesús se enfada. El gentío que le rodea no se entera de nada. Le siguen, lo escuchan, lo ven hacer milagros portentosos, pero parecen ajenos a la trascendencia del momento histórico que viven. Es el tiempo nuevo, el que anunciaron anhelantes los patriarcas y los profetas del pueblo de Israel. Ellos lo hubieran dado todo por vivir este presente de Jesús en la tierra como uno más de nosotros. El Mesías, el Cristo, el Anunciado, se ha hecho hombre. Ahora, el pueblo que estaba expectante, lo puede ver, lo puede tocar, lo puede sentir en su corazón, lo puede oír predicar en calles y plazas, lo puede seguir por los caminos de Galilea. Nunca volverá a producirse una ocasión como esta, es un momento único e irrepetible en la historia de Israel.
Los que ahora están allí con Él son personas muy listas e inteligentes para sus asuntos, lo saben interpretar todo. Pero pasa Jesús por delante de ellos y no entienden lo que aquello significa. Jesús es otra idea sobre Dios de sus padres, otra fórmula para alcanzar el Reino, otro modelo para amar al prójimo y descubrirlo cerca de cada uno, una nueva dimensión para la misericordia y el perdón. Pero ellos no lo ven, no sienten la novedad del anuncio, siguen en lo mismo de siempre.
Jesús lee todo esto en sus corazones, y se impacienta, se enfada, les llama hipócritas, y les increpa, diciéndoles que no saben interpretar el momento presente ni juzgar lo que se debe hacer.
Y después, parece que se produce un cambio brusco en ese discurso. Jesús, que va de camino a Jerusalén, les habla a sus oyentes de otro camino. El camino hacia el tribunal donde serán juzgados. ¿Juzgados de qué? ¿Juzgados por quién? Los tribunales debían ser temibles en aquel tiempo, pues no siempre se juzgaba con justicia. Eran lugares donde tener la razón y el derecho podía no ser suficiente para salir libres. Y no se quiere decir que ahora, en ocasiones, eso sea muy diferente. Así, el que se ve abocado a un litigio siempre experimenta el temor y la duda. Jesús juega con esta idea que parece estar en la mente de todos, y envía un mensaje de prudencia: “Haz lo posible para llegar a un acuerdo con tu contrincante mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez”.
¿Y no será, acaso, que Jesús se está refiriendo a otro juez distinto del que nos podemos encontrar en la tierra? ¿Y qué significa ir de camino? ¿Y que representa esa cárcel de la que no saldremos hasta pagar el último céntimo?
Son duras palabras, para los que no quieren ver, ni oír. Hay un eco profético en esa advertencia que nos recuerda lo que Jesús dice en otra ocasión, (Lc 8,10) parafraseando a Isaías:”Para que viendo, no vean, y oyendo, no entiendan”. Y es que Jesús parece hablarles de otra cosa. Todos vamos de camino en esta vida, y al final de la senda que recorremos, seremos juzgados por nuestras obras. Y nuestro compañero de viaje es el mundo. Ese es el que nos pone el pleito para perdernos, y el que, al final, si no lo vencemos nos puede arrastrar ante el juez que castiga con las penas eternas.
Horacio Vázquez