Hace tiempo corría por ahí un trabalenguas que, aunque no lo transcribo exactamente porque circulaban varias versiones, venía a decir así: “El cielo está encapotado, quién lo desencapotará; el desencapotador que lo desencapote, buen desencapotador será”. Esto, antes, era un juego de niños; hoy puede ser una tragedia de hombres
“¿Quééé?”, dirá alguien. “¿Eso del cielo encapotado son noticias del hombre del tiempo? No, no hablamos de las nubes que tapan el cielo azul, sino de las otras nubes que, nos dicen, no tapan nada; o sea, que no hay cielo que valga, que el cielo está cerrado (o, mejor dicho: que no está, ni cerrado ni abierto, que no hay cielo) y que sólo cuenta lo que hay “debajo” de esas “nubes”, que es lo mismo que decir que nos basta con lo que hay de tejas para abajo y nos sobra cualquier cielo pasado, presente o futuro, que para nada lo necesitamos.
un cielo de cemento y hormigón
Hace tiempo que la diosa Razón, el Iluminismo y la herencia de los padres de la teología de la muerte de Dios han dado el finiquito a la transcendencia, queriendo mandar al otro barrio a las “obtusas mentes de los creyentes” alienadas por el antiguo y siempre nuevo “opio del pueblo”. Nos han cambiado el agua: somos como peces que vivimos en el remanso tranquilo de nuestra religión “de siempre” y, poco a poco, el agua se ha ido yendo por el sumidero de la rutina y lo superficial, a la par que el estanque se iba rellenando con los nuevas aguas de la “new age”, de la postmodernidad, donde campa a sus anchas la aquiescencia con el relativismo y la adaptación o adopción de lo políticamente correcto, entendiendo por tal lo que la mayoría decida, en pro de una santa, arbitraria e intocable democracia, como si el número fuese un aval de la verdad, que puede cambiar de signo según apunte el soplo de la mayoría sobre la flecha de la veleta, girando así al antojo de los vientos.
Se acabó, pues, la objetividad, no queda sitio para la ley natural y, si nos ponemos de acuerdo en llamar avión a una botella (que ya éste se pasa tres pueblos como ejemplo disparatado), lo hacemos (o la botella se convierte en avión): todo es una simple cuestión de lenguaje. ¿Se confirmaría así aquello de que “stultorum infinitus est numerus”: el número de los tontos es infinito? ¡Qué más da!, si ya se ha secuestrado el meollo de las palabras y sólo quedan frases sin contenido y discursos huecos: objetividad y ley natural son cuestiones sin transcendencia, entre otras cosas, porque ya no hay nada transcendente. Los hombres hablamos y hablamos y decimos millones y millones de palabras para apenas expresar algo; Dios pronunció una sola vez una sola Palabra y con ella lo dijo todo: Jesucristo. Lejos de mí llamar tonta a la democracia, pero sí hay muchos “listos” que la instrumentalizan como parapeto de inconfesables ambiciones.
De aquí a que luego la ética y la moral se conviertan en pura política, no hay más que un paso. Lo político adquiere rango de categoría suprema, como si de un “princeps analogatum” se tratara, y todo se subordina a su hegemonía, rindiendo culto a la emanación de una mentalidad ilustrada, que desemboca en una especie de nihilismo. De hecho, todo, pues, es política; y si, por ejemplo (pongamos tres o cuatro) políticamente conviene a los fines de alguien o de una determinada línea de pensamiento —que no debería extrañar a nadie si se apunta que tiene respaldos de tintes masónicos— adoctrinar a nuestros hijos en la escuela, secundando sin pudor sus instintos primordiales, porque así me congratulo con ellos y con la masa, y mañana me mantienen en el poder —supongo que a nadie se le oculta la referencia explícita a la EpC (Educación para la Ciudadanía)—, ¡estupendo!; y si damos carta de naturaleza a la unión de dos personas, sin distinción de sexos y lo llamamos matrimonio —se ponga como se ponga la tradición de siglos y siglos y se revuelva en sus sillones la Real Academia de la Lengua—, eso será más conveniente que decir lo contrario (no decimos “mejor”, sino más “conveniente”), no sea que se nos acuse de homófobos; y si tengo que liquidar al “nasciturus”, porque ya somos muchos y aumenta fuera de lo previsto el gasto social, más oportuno (de nuevo no “mejor”, sino más “oportuno”) es salvar la economía que salvar vidas humanas, como ocurre igualmente si adelantamos la muerte de ancianos improductivos, que se han convertido ya en una tara para el sistema, en un peso insostenible dentro de una economía sostenible…: nos ahorramos bocas, camas y una pasta gansa.
de la tiranía al Reino eterno
Pero no; por muy encapotado que esté el cielo, por muy nublado que esté el orbe terráqueo, el cielo azul existe. Que se lo pregunten a los pilotos de cualquier compañía aérea; basta que enfilen su avión a más de diez mil metros de altura y arriba todo vuelve a ser hermoso y luminoso. Por mucho que se empeñen todos los materialistas, inmanentistas, nihilistas y relativistas en encerrarnos en un asfixiante círculo que empieza con la palabra “sufrimiento” y acaba con el trinomio “vértigo-náusea-angustia”, hay un Sol que nos ha visitado viniendo de lo alto para iluminar a los que vivíamos en tinieblas y en sombras de muerte (ver Lc 1,78-79).
En Adviento hay una de los ocho antífonas en “O” que se recrea en una gozosa progresión ascendente de la luz (la quinta, propia del 21 de diciembre): “¡Oh Sol naciente! (“O Oriens”), que naces de lo alto, Resplandor (“Splendor lucis”) de la luz eterna, Sol de justicia (“Sol iustitiae”), ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”.
Primero es la aurora que rompe la noche; luego el resplandor de media mañana, huido ya todo resquicio de noche y sombras, y, finalmente, un sol de justicia, en el doble sentido: un sol que quema porque está en cénit y, a la vez, un sol ardiente que trae la justicia sobre las sombras: es el anuncio de Cristo victorioso de la muerte, saliendo resplandeciente de la tumba, abatiendo todas las brumas e iluminando con su cuerpo resucitado las tinieblas que envolvían al hombre en ese círculo de nubarrones tenebrosos.
Sí. Existe el cielo; hay un cielo que no es este cielo azul telúrico que nos envuelve. El Cielo es el mismo Cuerpo de Jesús Resucitado, aquel Hijo de Dios que existía desde el principio cabe el Padre (Jn 1,1) y que, “en la plenitud del tiempo” (Ga 4,4), se hizo hombre en el seno de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo. El Apocalipsis se sirve continuamente de la metáfora de la Jerusalén celeste para hablarnos del Cielo, incluso describiendo cómo es el templo divino, con su pavimento de cristal puro y sus doce piedras basilares y doce puertas… (ver, por ejemplo, los dos últimos capítulos, 21 y 22). El caso es que en una de las no pocas controversias de los judíos con Jesús, aquella en la que el Señor arroja del templo de Jerusalén a los mercaderes y cambistas, se encaran con Él y le preguntan: “¿Qué señal nos muestras para obrar así? Jesús les respondió: “Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré” (ver Jn 2,13-19). Ni sus discípulos ni los judíos entendieron de qué iba la cosa, que queda aclarada por el mismo evangelista: “Él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos que era eso lo que quiso decir” (Jn 2,21-22). Y Santuario es mucho más que el altar o templo, es el equivalente del “Sancta Sanctorum” de la Tienda en el desierto, lo más íntimo de la morada de Dios. “En Él no hay tiniebla alguna” (1Jn 1,5): por eso, donde entra —y entró en la muerte, en la suya y en la nuestra—, ilumina todo lo que haya en su lóbrego interior: efectivamente, nos ilumina a nosotros, “que estábamos muertos por el pecado” (Rm 6,11), porque “la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5).
Ahora entendemos mejor que, si Cristo entra en lo profundo del “seol” (Sal 86,13), tal como estaba profetizado —“pues no has de abandonar mi alma al seol” (Sal 16,10) —, es porque quiere cumplir la otra promesa: “ver la luz en tu luz” (Sal 36,10). ¿Qué Luz?: “Yo soy la Luz del mundo” (Jn 8,12). El vidente de Patmos lo sigue aclarando todo: En esa Jerusalén celeste “no vi Santuario alguno; porque el Señor, Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario” (Ap 21,22). Él es el Templo de Dios, que no necesita lámparas que lo iluminen, porque Él es la Luz que los ilumina: “Y su lámpara es el Cordero” (Ap 21,23 y 22,5).
Todavía hay muchos seguidores de Cristo y muchas multitudes de hombre de toda raza, lengua, pueblo y nación, que no saben nada de este Cielo-Templo y viven sumidos en la oscuridad de las tinieblas, sin Sol que los caliente y alumbre: unos porque lo ignoran y buscan a tientas la luz, y otros porque “amaron más las tinieblas que la luz” (Jn 3,19) y siguen emperrados en malvivir bajo sus nubarrones. Sólo en el Cuerpo de Jesús resucitado, vivo entre nosotros, se puede dar culto a Dios en “espíritu y en verdad” (Jn 4,23), es decir, en el Espíritu Santo y en la Verdad que es Cristo mismo. En la Fiesta de las Tiendas, Jesús se identifica con el Templo celeste surcado de ríos como fuentes de fecundidad de vida eterna: “Si alguno tiene sed, que venga a mí… De su seno correrán ríos de agua vida” —y matiza el discípulo amado—: “Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeren en Él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,37-39). Lo cierto es que ahora —¡ahora!— sí hay Espíritu porque Cristo ha resucitado y vive con nosotros. Otra cosa es que el hombre siga ensimismado, mirándose a sí mismo, sin descubrir en ese triste espejo de su interior la Imagen de Aquel Arquetipo, a cuya Imagen ha sido creado: por eso el cielo está encapotado.
Y la maravilla de este Templo-Cielo es que es herencia nuestra, que lo hemos recibido en testamento de su legítimo propietario (el mismo Jesús) como legítimos herederos que somos: “¿Es que no sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (1Co 3,16; 6,19 y 2Co 6,16). Él es el buen “Desencapotador que lo ha desencapotado”: Jesucristo.
Absortos y atónitos se quedan los ángeles, espíritus puros (sin cuerpo), compartiendo con nosotros (almas y cuerpos que esperamos la propia resurrección con Jesucristo), ese Don celestial, al que accedemos incorporados con esta misma carne nuestra a la herencia de la inmortalidad corpórea del Resucitado, Primogénito de los muertos (Col 1,18).