Llegaron a Betsaida. Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase. Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?». Levantando los ojos dijo: «Veo hombres, me parecen árboles, pero andan». Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad. Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea (San Marcos 8, 22-26).
COMENTARIO
Jesús curó a muchos ciegos en los tres años que duró su ministerio público. Conocemos el nombre de uno de ellos, Bartimeo, el hijo de Timeo, ciego de Jericó (Mc 10, 46-52). También nos es muy conocido el ciego de nacimiento Jerusalén (Jn 9, 1-40) al que Jesús le devolvió la vista por etapas. Al ciego que la liturgia nos presenta hoy, el de Betsaida, Jesús le va a curar en dos tiempos como al ciego jerosolomitano: primero lo sacará del bullicio de la multitud, lo llevará a un lugar apartado, el evangelista nos indica que lo “llevó de la mano” y una vez a solas, frente a frente, le aplicará la terapia oftalmológica sanadora: untar de saliva sus ojos y doble imposición de manos… ¡resultado, el ciego de Betsaida empezó a ver con claridad!
En efecto, encontramos un cierto paralelismo entre la curación del ciego de Betsaida con la del ciego de nacimiento de Jerusalén. En ambas, el proceso de curación de sus cegueras deja vislumbrar vestigios de la praxis catecumenal y bautismal de las comunidades cristianas de la primitiva Iglesia, nos encontramos aquí diseñado el proceso pedagógico de la Iniciación Cristiana que la Iglesia siempre ha contemplado como un itinerario gradual a través de ritos, exorcismos, imposiciones de manos e inmersión en el agua bautismal para ser arrancados de las tinieblas y entrar a contemplar la luz de Dios, de hecho a los catecúmenos que eran elegidos para ser bautizados en la noche de Pascua se les denominaba iluminados.
Jesús va a emplear la misma terapia curativa tanto con el ciego de Betsaida como con el de Jerusalén: “Le untó saliva en los ojos” al de Betsaida, “hizo barro con la saliva” (Mc 8, 22), y, “untó con el barro los ojos del ciego” (Jn 9, 6) al de Jerusalén. También hoy, Jesús quiere pasar cerca de tu vida para incomodarte como al ciego: “escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego” (Jn 9, 6). ¿Os imagináis la escena? ¿Qué pensaría el pobre ciego?: ¡Ya no respetan nada estos jóvenes sinvergüenzas de Jerusalén, está aquí uno ganándose la vida tranquilamente y ¡zas! Te ponen la cara perdida: ¡maleducados! Algo más o menos parecido, tuvo que pensar y chascarrillar el ciego. La cosa es que Jesús, le dice: “Véte, lávate en la piscina de Siloé” (9, 7). ¡Faltaría más!, iría pensando el ensuciado ciego, después de cómo me has puesto. Pero aquí está el punto, “¡él fue, se lavó y volvió ya viendo!” (9, 7). Pero, ¿qué me ha pasado? ¿cómo es posible que por obedecer la palabra de este impertinente que me ha embarrado y ensuciado haya recobrado la vista? ¿Quién es este tal Jesús que tiene tal poder? El nuevo vidente solo sabe contestar a quien le pregunta: “Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo” (9. 11.15); “sólo se una cosa: que era ciego y ahora veo” (9, 25). El ciego de Jerusalén, una vez recuperada su vista, verá cómo su vida se “complica” y se verá obligado a dar testimonio de Jesús en diversos escenarios (ante su familia, las autoridades, el mismo Jesús), en cambio, al ciego de Betsaida Jesús lo mandará a su casa “diciéndole que no entrase en la aldea” (Mc, 8, 26).
Había sido profetizado, que cuando llegase el Mesías, éste haría ver a los ciegos, de ahí que cuando Jesús se acercaba a la ciudad de Jericó, “dos ciegos que estaban sentados junto al camino se pusieron a gritar: ¡Señor, ten compasión de nosotros, Hijo de David!” (Mt 20, 30) y Jesús les devolvió la vista. Sin embargo, a diferencia de estos dos ciegos, el ciego de Betsaida y el Jerusalén, no gritan, ni piden nada y Jesús les va a complicar la vida incomodando sus cegueras, ensuciando sus ojos, devolviéndoles la vista y otorgándoles el don de la fe. Efectivamente, todo hombre que se ha encontrado con Jesús, hace la misma experiencia que el ciego de Betsaida y el Jerusalén, experimenta cómo es arrancado de las tinieblas del pecado para vivir en la luz de la fe: “Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; más ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 8-9).
Iluminados se llamaba a los recién bautizados en la Iglesia primitiva. En (Ef 5, 14) nos encontramos con un himno litúrgico bautismal: “Pues todo lo que queda manifiesto es luz. Por eso dice: Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5, 14). Así iniciamos, cada año, la Solemne Vigilia Pascual, en medio de la oscuridad de la noche que rompe el Cirio Pascual haciéndonos presente a Jesucristo-Luz que nos dice: “Yo soy la luz del mundo, el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Tú, cómo quieres vivir: ¿iluminado o en la oscuridad?