«Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”. Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?”. Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús». (Jn 2,13-22)
Hay personas en la misma Iglesia que se escandalizan de esta actitud de Jesús, pues piensan que, como es Dios, no se puede enfadar. Pero es necesario que se nos llame a la verdad, y es que hay que servir a Dios antes que a los hombres. Y como tal, en esta escena nos muestra la importancia del Templo, lugar santo, para también hacer lugar santo el templo de cada uno de nosotros, lo que debemos cuidar con mimo.
Precisamente porque el celo por su casa le devora, nos muestra que el camino de la santidad se traduce también en el celo por el Evangelio, ya que, como dice el Papa Francisco, nada entre en nosotros que no deba salir para compartir con el hermano.
San Juan Pablo II decía en una reflexión sobre el sacramento de la Reconciliación, que nuestro corazón es como una habitación, que iluminándola con la Palabra de Dios se ve que está desordenada, pero que queda limpia con dicho sacramento. El templo queda destruido en tres días, pero Jesús lo levanta, como Dios levantó a su Hijo a través de su resurrección después de haber estado tres días en el sepulcro.
Somos templo del Espíritu Santo y podemos ser santos porque Él es santo. “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5) ya que nada hay imposible para Dios”, luego tu vida y la mía pueden ser transformadas en la imagen del Hijo.
Dios a sus amigos les desvela los misterios de Reino, por eso después de resucitar mostró primero a los apóstoles, y ahora a ti y a mí, que nos da la Escritura cumplida en Jesucristo y, dejándola entrar en nuestra vida, cumplirse también en nosotros.
Fernando Zufía