Los cristianos, los católicos, somos células de las que se compone el tejido de la Iglesia, institución creada por el Mesías y entregada a Pedro para que la gobernara y, entregara, con el paso de los siglos, las llaves, de forma sucesiva, al Papa Francisco, el Santo Padre.
Como tales células damos vida al tejido que, tras el paso del tiempo, ha dado en ser la imagen de Dios en el mundo. Por eso, a veces, resulta necesario preguntarse cómo es posible que los que hemos de dar forma, de conformar, el sí a Dios, el sí a Cristo, el sí al Espíritu, permanezcamos en estado de letargo. Podemos preguntarnos, por lo dicho antes, cuál es, si hay, la razón por la cual permanecemos callados, como si la cosa no fuera con nosotros, cuando se zahiere a la Iglesia, cuando se insulta a Cristo, cuando se minusvaloran unas creencias que, venidas de Dios, sabemos que no son mejorables y no lo serán.
Sobreponerse a la primera impresión que puede producir esa inquisición por la dificultad que, en ocasiones, supone ese verdadero hecho divino y humano, ha de valer la pena, necesaria, manifestar qué es eso de ser “hijos de Dios”, tener esa filiación de divina.
En el Mensaje del emérito Benedicto XVI para la Navidad de 2006 dijo el Santo Padre que a quienes acogen la venida de Cristo al mundo “les ofrece la oportunidad de ver la gloria divina y de compartir la alegría del Amor, que en Belén se ha hecho carne por nosotros”.
Por tanto, ser hijos de Dios, reconocer que lo somos, supone, en primer lugar, ser capaces (nos da esa capacidad si es que queremos hacerla efectiva) de entender lo que supone eso y, también, a que no permanezca eso en nuestros corazones. “Compartir”, decía el Papa. Y compartir supone, eso mismo, ver, saber que nuestro Padre, el Padrenuestro repetido y sentido, el que nos creó, no puede querer que lo ignoremos en nuestro corazón pero tampoco de cara a los demás. Por eso dijo Cristo “yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres” (Mt 10, 33).
Sin embargo, inmediatamente antes dice Jesús que “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo” (Mt 10, 32).
Ese reconocimiento, instrumento esencial para el católico, es el que nos ha de impeler a dejar nuestro estado de separación del mundo, de ausencia de él; de, en fin, estar como esperando no se sabe qué para reaccionar. No ser de este mundo no quiere decir no hacer nada sino, precisamente, no dejarse llevar por él lo que, propiamente es acción y no sometimiento.
¡Somos hijos de Dios! Por eso mismo, ni podemos esconderlo ni nos está permitido hacer tal cosa. Pero hemos de ser conscientes de lo que eso significa.
Cabe, por lo tanto, despertar.
Bien dice San Josemaría que “Cuando emprendemos el camino real de seguir a Cristo, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda: la Santa Cruz, que hemos de contemplar como el punto central donde se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor” (Amigos de Dios, 212)
Sabemos, por eso mismo, que el sufrimiento, el cargar con nuestra cruz (“ El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”, dice el Maestro y recoge Lucas en su Evangelio, concretamente en 14, 27) es una realidad de la que no podemos, ni debemos, querer librarnos. Por eso no podemos ser células durmientes.
No podemos serlo porque el permanecer dormidos supone no permitir, en primer lugar, que nuestro corazón ofrezca al mundo los dones y carismas que recibimos de Dios; y, en segundo lugar, porque, ciertamente, es traicionar el mandato del Padre al hombre mismo. Ese “someter la tierra” del Génesis (Gn 1, 28) no es, sino, una obligación a dar testimonio del Creador y de nosotros, su semejanza. De otra forma bien se podrá argumentar, en el tribunal de Dios, en contra nuestra, con cierta facilidad, y nuestro Ángel Custodio va a tener que darle muchas vueltas a su pensamiento para sacarnos de esa difícil situación porque seguramente ya nos habrá avisado, a tiempo, de lo que teníamos que hacer.
Y es que el que avisa no es, aquí menos, traidor.
Eleuterio Fernández