Este lunes, 15 de julio, comenzamos a peregrinar rumbo a Brasil, en camino para la 28 Jornada Mundial de la Juventud. Un buen grupo de jóvenes madrileños acompañados por sus sacerdotes y educadores, y por nosotros mismos, emprende vuelo a Sao Paulo. Allá viviremos la semana de encuentro con los amigos y hermanos jóvenes de esa gran diócesis brasileña, que nos preparará, en unión y comunión fraterna con su pastor diocesano y sus fieles, espiritual y pastoralmente, puesta la vista en las Jornadas de la semana siguiente, en Río de Janeiro, presididas por nuestro Santo Padre Francisco. Seguimos el mismo método de experiencia espiritual, de apertura eclesial, pastoral y apostólica, de la semana en las diócesis, que en nuestra inolvidable JMJ Madrid 2011 –verdadera cascada de luz (Benedicto XVI)- dio tan espléndidos frutos de evangelización en centenares de miles de jóvenes venidos de todos los rincones del mundo y en nuestros propios jóvenes de España. La experiencia culminó en Madrid. Los jóvenes de los más variados países de la tierra -casi doscientos- volvieron a sus casas, a sus lugares de estudio y de trabajo, a las ciudades y pueblos de donde habían venido, mejor y más hondamente enraizados y edificados en Cristo: verdaderamente firmes en la fe.
La fe es luz para la vida; mejor dicho, es la luz que ilumina a todo hombre de cualquier época de la Historia, para que pueda acertar con la senda que le lleve y conduzca a la verdad y a la vida, que es Jesucristo. Con Jesucristo crucificado y resucitado, presente en la Iglesia, como aquellos jóvenes del emocionado Madrid de agosto de 2011 creyendo en Él, los jóvenes de la gran celebración de la JMJ-Río 2013 y los actuales jóvenes del mundo recibirán la luz de la fe capaz de «iluminar toda la existencia del hombre»; esa luz, que, cuando falta, «todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta, de aquella otra que nos hace dar vueltas, sin una dirección fija» (cf. Lumen fidei, 3.4). Sí, en cualquier momento de la Historia, sobre todo de la Historia cristiana, el hombre ha necesitado siempre de esta luz que «nace del encuentro con el Dios vivo» (LF, 4) para salir de la oscuridad de suyo encerrado en sí mismo y clausurado en la realidad visible que le rodea; hoy, tanto o más. Esa oscuridad, que le deja sin horizontes para afrontar el futuro de la existencia con la esperanza de la verdadera felicidad, se revela con un especial dramatismo en la apuesta de la cultura dominada por el escepticismo ideológico y por el relativismo moral. Los jóvenes acusan su impacto de forma especialmente grave y eminentemente destructora de su personalidad.