Yo no sé cómo ha ocurrido. Casi me cuesta pensar en las partes del camino que me han llevado hasta ti. Has sido tú quien lo ha hecho; es por tu fidelidad que yo me encuentro contigo. No son mis planes, mis metas, eres solo Tú el camino. Y te pido cada día que me quites el temor de abrir de una vez por todas a ti, Dios, mi corazón.
Entero, sin presupuestos, sin condiciones, sin planes, sin miedos y sin certezas pero con plena confianza de saber que ya mi vida reposa toda en tus manos. Y encomendar a tus manos, igual que Cristo en la Cruz, mi espíritu, mi vida, todo. Y saber que Tú, seguro serás mi único alimento para el resto de la vida. Hasta que un día Tú quieras que, tan llena ya mi vida de tu presencia infinita, no pueda yo distinguir esta vida en este mundo de tu vida, que es la eterna.
Y entonces mis ojos vean como el ciego del camino. Y se cumpla la promesa que le hiciste desde antiguo a nuestro Padre Abraham. Ya no tengo dudas, Padre. Tú existes y nos ocupas. Tú nos recoges del fango nos rescatas y nos guías. Tú nos amas como nadie ha amado al mundo jamás. Tú nos creaste y, por eso, ya nunca te cansarás de la preciosa labor de levantar nuestras almas de este suelo que las prende, y elevarlas hacia el cielo, el lugar de donde nunca debieron haber salido.
“Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.” (Sal 15,11)
Olga Alonso