En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discipulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales. (Mc 3,20-21)
Existen personas a las que les gusta tener una fe controlada por ellos mismos, con una serie de límites “razonables”. No hace falta, piensan, llevar las cosas a ciertos extremos, ni caer en el fundamentalismo. Es conveniente, afirman, contemporizar con algunas ideas del pensamiento actual, socialmente correcto. No es aconsejable ser radical en lo que al Evangelio se refiere, teniendo en cuenta que fue escrito en una época muy lejana y la necesidad de adaptarlo a los tiempos en que vivimos. Siguiendo por este camino, a estas personas les puede resultar escandaloso que un abogado de prestigio deje su trabajo y se vaya a evangelizar a lugares en donde no se conoce a Jesús. Piensan que está arruinando el futuro de su familia. Seguridad, prosperidad, nivel social y prestigio son bienes a los que no se debe renunciar, a pesar del mensaje de Jesús.
Vemos en el evangelio de hoy, como la propia familia del Señor, se encuentra asustada y escandalizada por su entrega “desmedida” a los demás. Decían que estaba fuera de sí, es decir, que había perdido el juicio. Se atemorizaban porque Jesús estaba contradiciendo a los “maestros” de la época, que se limitaban al cumplimiento formal de una serie de leyes y preceptos, vacíos de verdadero amor.
Jesucristo se mostraba tan volcado en los demás, que apenas tenía tiempo para comer. El cristiano, como si de un policía se tratara, siempre debe estar de servicio, asumiendo también, que en el cumplimiento de este puede perder la vida. El cristiano, en el ejercicio de su misión, puede sufrir persecuciones de todo tipo. Vivimos en un mundo en el que se producen brotes frecuentes de cristianofobia. Se pretende impedir que la fe trascienda de la esfera puramente personal y, a veces, ni esta esfera se respeta.
Ningún católico es impermeable a esta corriente de pensamiento contraria al Evangelio. Nuestros pensamientos pueden ser influenciados. Nos pueden entrar dudas y plantearnos si, en verdad, no vivimos engañados. Es, en estos momentos, cuando debemos mirar a la Virgen María, que sin entender del todo a su propio hijo, no perdió la confianza en Él. Es ella la que en todo momento nos lleva a Jesús y es un refugio seguro que nos salvaguarda de todas las crisis con las que el demonio nos intenta atrapar.
Jesús ya nos ha advertido que su Palabra trae divisiones. El padre puede volverse contra el hijo y viceversa. Por esto ensancha la idea de familia, extendiéndola a todo aquel que escucha su Palabra y la cumple. Así bastantes veces podemos estar más unidos a nuestros hermanos en la fe que a los de la propia carne.
No ha existido ni habrá, en el mundo, un político o pensador cuya doctrina sea más revolucionaria que la que contiene el Evangelio. Es lógico que el poder establecido intente tantas veces domesticar o destruir este mensaje. También, en el seno de la propia Iglesia, se dan tentaciones de contemporizar con el poder temporal. Pero si después de fuertes periodos de decadencia y de crisis, sigue en pie es porque el Señor cumple sus promesas y permanece fiel aunque el hombre no lo sea.
Jesús abandono un trabajo seguro y prospero de carpintero para emprender una vida errante, que terminaría en la cruz. Fue fiel, hasta la última gota de su sangre, a la voluntad de su Padre. Los que queremos seguir sus pasos ya conocemos el camino, marcado siempre por la voluntad divina. Nuestro día a día debe estar marcado por el deseo de agradar a Jesús y, para ello, debemos mostrarnos independientes a las presiones del mundo y a las opiniones de los demás, que siempre intentan llevarnos a la prudencia y al sentido común. Nos martillean con una sarta de consejos proyectados para una vida temporal y con fecha de caducidad. Quieren que vivamos sin mirar al cielo y que nos cerremos a las sorpresas y desconciertos que Jesucristo nos presenta para nuestra salvación. Si al final, cedemos a este pensamiento, dejamos de creer en Dios y la vida eterna y tiramos nuestra salvación por la borda. Son tiempos difíciles, los que vivimos, pero el saberse hijo de Dios da la capacidad para derrotar a cualquier enemigo y en la Iglesia se encuentran las armas para que esto permanezca presente en nuestra vida.