”Dijeron a Jesús los fariseos y los escribas: Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran; y los de los fariseos también; en cambio los tuyos, comen y beben” Lc 5, 33-39.
En la narración de san Lucas, desaparecen de la escena los discípulos de Juan. Quienes preguntan al Señor son solamente los escribas y los fariseos. El Señor al responder parece aludir a un momento en el que sus discípulos, todos los que creemos en Él, lo perderemos el horizonte de nuestra vida, no lo descubramos a nuestro lado. En esa situación, también nosotros “ayunaremos”.
“¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Llegará el día en que se lo lleven, y entonces ayunarán”.
¿Qué nos quiere decir Nuestro Señor Jesucristo, si siempre podemos estar con Él; si Él nunca nos abandona?
Él nos ha dejado la Eucaristía; Él se ha quedado en la Eucaristía para que lo comamos y nos alimentemos siempre de Él. Él nos ha enseñado a orar; a dirigirnos personalmente a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en todos los momentos de nuestra vida. Y ora siempre con nosotros, en nosotros.
Al tratar a Cristo crece siempre en nosotros más y más el hambre de Él; la sed de Él Hambre y sed que los Apóstoles no sentían porque veían con sus propios ojos al Salvador.
“Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces, en aquellos días, ayunará”
Nosotros sí vivimos, en lo más hondo de nuestras almas esa sed de Dios. No una sed de “infinito”, de “transcendencia”, etc., términos abstractos que pueden significar lo que cada uno quiere que signifiquen; sino de Dios personal, a Quién podemos dirigirnos; a Quién podemos amar con nuestro corazón de carne; a Quien podemos obedecer; con Quien podemos alegrarnos, entristecernos.
Con esa hambre y esa sed ¿”ayunamos”? Sí. Ayunamos de todo lo que el mundo nos pueda ofrecer para engañarnos en el doble deseo de “saciar” esa sed. Ayunamos de la “concupiscencia de la carne”, de la “concupiscencia de los ojos”, de la “soberbia de la vida”; de todo lo que puede apartar nuestro corazón del Amor de Dios, del amor a los demás, de la Esperanza de la Vida eterna, de la caridad con todos nuestros hermanos. Ayunamos de todo lo que pueda enfangar nuestra vida en el lodo de la tierra: del egoísmo estéril que nos encierra en nuestra soledad; de la sexualidad que solo se alimenta de placer, que no ama y solo ve en los demás objetos de placer, aun viviendo también contra la naturaleza; de la avaricia del dinero, que cierra el horizonte de nuestro corazón a la vida eterna;
Y ayunamos como verdaderos hijos de Dios en Cristo Nuestro Señor<, y con el ayuno impedimos que esas “concupiscencias” nos inclinen a beber, no en el “manantial que salta hasta la vida eterna” que nos ofrece el Señor; sino a calmar la sed en las “charcas del camino”, que nos engañan ofreciéndonos la falsa “felicidad” de cada jornada.
Con el ayuno que el Señor estará siempre con nosotros, que nunca nos apartaremos de Él; y así nuestro gozo será “cumplido”, también en el ayuno: abrirá nuestra alma el anhelo de no abandonar nunca el Señor en cualquier circunstancia de nuestro vivir. Y gozaremos el “ayuno” de nosotros mismos, y veremos nuestro descanso en el Señor.
El “vino nuevo” es la Gracia que nos convierte, verdaderamente, en “hijos de Dios en Cristo Jesús”, y mueve nuestra alma a alimentarnos del “amor a los demás”, del “amor a nuestros hermanos los hombres que se echa en los “cueros nuevos”, es la Gracia de Dios que Cristo nos ofrece en los Sacramentos.
Las obras de misericordia son las mejores manifestaciones de que el “ayuno” de nosotros mismos nos ha convertido verdaderamente en otro Cristo, que nos alegramos de dar nuestra vida por los demás. Un corazón rebosante de caridad es el “cuero nuevo” que recibe el “vino nuevo”; y arranca de nuestras almas toda falsa preocupación de nosotros mismos, toda “concupiscencia”: el egoísmo, la soberbia, la lujuria, el desenfreno sexual; la pereza para hacer el bien a los demás.
Estos “ayunos” son el camino para que nuestro corazón, tantas veces engreído y egoísta, se convierta en un corazón “contrito y humillado”, siempre abierto a recibir el perdón de Dios, y a perdonar por amor a Dios.
Nuestra Madre Santa María nos ayudará a ofrecer ese corazón a su Hijo, a saborear con Ella el “vino nuevo” que el Señor nos da con su Sangre en la Eucaristía.