«En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: ‘Está cerca de vosotros el reino de Dios’. Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: ‘Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios’. Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo”». (Lc 10,1-12)
El Señor, a través de este evangelio según San Lucas, nos habla una vez más con amor, pero con meridiana claridad, con una verdad que no admite adornos ni rodeos. El mensaje de hoy nos impulsa a discernir acerca de la importancia real de la vida, de nuestra vida, para que podamos valorarla como un don precioso, de un valor incalculable, que se constituye como fuente de profunda alegría y que debemos acoger con la seriedad y trascendencia que se merece.
Esa misión que Jesús encomienda a los setenta y dos discípulos no es algo que debamos mirar desde la distancia, como si no estuviera entroncada directamente con nuestra vida, saturada tantas veces de cosas prescindibles que no dejan lugar para el Señor. Cada cristiano, allí donde se encuentre puede y debe llevar a cabo la sagrada misión de ser imagen de Jesucristo ante los demás.
Nada más actual que volver a decir hoy que “la mies es mucha y los obreros pocos” y nada más verdadero que el hecho de que el cristiano se ve en la actualidad muchas veces como un cordero en medio de lobos. Hagamos un recorrido por la sociedad en que vivimos y veremos, por poco que reflexionemos, el grado de unión que existe entre la época en que vivieron los apóstoles y la nuestra.
En medio de esta situación es urgente no callarse. A lo largo del día a día, seamos sinceros, tenemos bastantes ocasiones de dar razón de nuestra fe a las personas que nos rodean. No es imprescindible, aunque sea fantástico, salir a lugares lejanos en misión; es suficiente con que allí donde nos encontremos no dejemos pasar ocasiones en que los demás puedan ver que somos seguidores de Jesucristo. El hecho de perdonar una ofensa, rechazar un soborno (casi siempre presentado con múltiples justificaciones), o aceptar ser el último, son actos, que por si solos, pueden provocar que mucha gente que no entiende o comparte estas actitudes, se interrogue.
Pero para alcanzar esto, ya nos advierte Jesucristo que no llevemos “bolsa, ni alforja, ni sandalias”, es decir, que debemos desprendernos de ese pesado equipaje, lleno de pequeños dioses que nos alejan del camino de la vida. Siempre que coloquemos algo, por muy loable y espiritual que nos parezca, por encima de Dios, nuestro testimonio puede convertirse en un instrumento vacío y hueco, que en vez de acercar, aleje de Dios.
Es motivo de descanso el saber que nuestra salvación no estriba en que el otro escuche o se convierta, sino en que seamos imagen de Jesucristo ante los demás. Reconforta, asimismo, el ver en este evangelio cómo los setenta y dos vuelven con tremenda alegría de su aventura, una alegría en principio un tanto superficial, hasta que el Señor les revela que su felicidad debe sustentarse sobre todo, en saber que sus nombres están escritos en los cielos. Para obtener este premio, cuyo verdadero alcance desborda nuestra capacidad de comprender, los discípulos pusieron en el desarrollo de su misión a Jesús como el centro de su vida, siendo todo lo demás accesorio y prescindible.
El mundo necesita con urgencia cristianos convencidos, que actúen y hablen como tales. El demonio puede hacernos caer en el desaliento cuando nos fijamos solo en nuestra fragilidad y las fuerzas a la que nos enfrentamos, pero nuestra mirada debe de concentrarse en el Señor, que solo nos pide que nos dejemos llevar por Él.
La oración, los sacramentos, el compartir problemas y experiencias de fe con los hermanos, es lo que nos debe acompañar en el recorrido de este itinerario al que Jesucristo nos llama. Ninguna meta es más importante que ser discípulos de Jesús, en toda su extensión; solo Él nos pueda dar la vida eterna, solo Él puede llenar los vacíos de nuestra alma y nuestra sed de trascendencia.
Hermenegildo Sevilla