¿Hay una definición concreta para la belleza? ¿Y para el arte? Según Platón —al que Benedicto XVI nombraba asiduamente hablando del camino de la belleza, de la Vía pulchritudinis—la belleza hace atractivo el Bien, la Verdad: “La función esencial de la belleza es provocar en el hombre una saludable sacudida que le haga salir de sí mismo, le arranque de la resignación, de la comodidad de lo cotidiano. Le haga también sufrir, como un dardo que lo hiere pero que lo despierta, abriéndole nuevamente los ojos del corazón y de la mente, poniéndole alas, empujando le hacia lo alto».
En los cánones helenísticos, la simetría y la proporción era lo que daba belleza a las formas. Esto era así para la belleza estética, aunque se quedaba incompleta. Siglos más tarde, Santo Tomás de Aquino coincidirá con esa definición pero profundizará mucho más: la Belleza es la armonía de las cosas, la justa proporción; lo bello es agradable al conocimiento. Para Santo Tomás ya no solo se trata de un conocimiento estético —por tanto incompleto— sino que se refiere al conocimiento del bien. Igualmente, este gran santo y doctor de la Iglesia menciona el arte como el recta ratio, es decir, «la razón correcta» de las cosas. Esto hace que el arte se coloque entre las perfecciones del alma racional. En definitiva, el arte es un «saber hacer».
Antonio Gaudí (1852-1926) define la belleza como un destello de la Verdad que seduce a todo el mundo, por eso es universal, y subraya que cuando por la búsqueda de originalidad se pierde ese poder de seducción que tiene la belleza, entonces no hay obra de arte. Su contemporáneo Joaquín Sorolla (1863-1923) define la belleza como luz, resplandor: «Cuanto más luz hay en los cuadros, más verdad, más belleza y más vida hay», expresa el pintor valenciano.
Son muchas y variadas las denominaciones de la belleza, pero todas encierran lo mismo: la Verdad, que sobrepasa los siglos, no tiene fecha de caducidad. Fuera del bien y de la verdad —que deben ir siempre unidas— ya no hablamos de belleza sino de su falsificación, de su caricatura.
la belleza atrae al amor
San Juan Pablo II, en los ejercicios espirituales que impartió en 1962 a un grupo de artistas siendo cardenal de Cracovia, les dijo que se originaba una «cacofonía» cuando no hay armonía entre la conciencia estética y la moral. Es decir, que se produce un desorden. Esta afirmación de Karol Wojtyla la enlazamos con la de San Agustín: «No hay nada ordenado que no sea bello. Todo orden viene de Dios».
La Belleza es sensitiva —a través de los sentidos podemos percibir parte de ella— pero también es intuitiva: sabemos que existe y nos sobrepasa, y queremos llegar a ella. Por esa razón, el hombre la identifica sin que nadie se lo explique. Así, decía San Agustín: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera”. Porque la belleza suprema, su máxima expresión es Dios y nos deja su huella en sus criaturas, como guía hacia Él.
¿Qué contemplamos al mirar la naturaleza? ¿Por qué no necesita explicación? ¿Por qué intuimos que está llena de algo grande y sublime que nos desborda? Porque rebosa de Belleza, rebosa de Dios. Nos seduce su atractivo y nos atrae, pero no con el fin en sí mismo sino para elevarnos mas allá de nuestros sentidos, para transportarnos a la belleza espiritual que toda alma humana tiene como huella en su ser. Y en esa plenitud hayamos la paz, el descanso y el sosiego para admirar esta belleza en su grandeza, en su verdad, en su centro. El placer causado por la belleza reúne no solo a los sentidos sino a toda la persona; emociones, pasiones, razón e intelecto.
intuitiva y fecunda
Cuando se intenta manipular la belleza dándole connotaciones nuevas, anteponiendo que sean «innovadores, modernos, más actuales, vanguardistas etc.», el alma no descansa, no se agita por la emoción sino que provoca confusión, rechazo y cierta indignación. Entonces estamos cayendo en la degeneración de la belleza. Exactamente este mismo caos y confusión es lo que se pretendía en Alemania antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial; quitarle a la palabra su significado, a la música su sinfonía y al arte su armonía, y en concreto, eliminar al retrato su parecido. Predominó entonces una nueva forma de expresión artística: la abstracción, el cubismo, como lenguaje interpretable según la opinión de cada uno.
Esta degeneración de la belleza es muy común hoy en día, donde prevalece la originalidad pero rayando la extravagancia frente a ese poder de seducción del que nos hablaba Gaudí. Casi como si fuera vergonzante el pasado y sus maravillosas obras de arte, muchas veces hoy en día parece que sus expresiones han quedado obsoletas, caducas y anticuadas, despreciando frente al nuevo reclamo de la modernidad aquellas técnicas utilizadas y el esfuerzo que requería —no pocas veces una vida entera— para crear una verdadera obra de arte.
Es el triunfo de lo grotesco frente a lo bello. Hemos llegado hasta tal punto que hoy en día hay que educar a los niños a distinguir qué es bello y qué no lo es, pues están invadidos de esta mal deformado espíritu de lo grotesco, hasta en sus juguetes, que suelen monstruos y héroes con aspectos horribles. La fealdad no viene de Dios sino del padre de la mentira y príncipe de este mundo: el demonio.
Nosotros naceremos, viviremos y moriremos, pero la Belleza permanecerá inamovible, eterna. Creeremos que hemos descubierto la mejor manera de expresarla, lo que será un logro, pero eso no presupone inventarla, sino descubrirla y asomar un destello en nuestras obras de esa Belleza latente. El Cardenal Wojtyla decía que “la Belleza es el objeto y finalidad del arte mismo” y llamaba a los artistas “geniales constructores de la belleza». Geniales en cuanto a su talento natural como don del Espíritu Santo; constructores en cuanto a artífices co-creadores de la belleza de Dios. Hablaba también de la paradoja entre pereza y creatividad como actitudes que se contraponen entre sí. “El artista —decía— debe ser sensible a la belleza para poder crearla”.
experiencia salvadora
Después de esto llegamos a la conclusión de que ser artista no es crear algo de la nada. El fraile mercedario y renombrado filósofo Alfonso López Quintás (1928) lo define muy bien: «Somos creativos cuando asumimos activamente alguna posibilidad que nos brinda la realidad y colaboramos a que surja algo nuevo dotado de valor».
El artista no es original porque decida serlo o porque busque la manera de expresión más extravagante sino porque, al ser sincero consigo mismo, busca más allá de sí y entonces comienza a descubrir la belleza, ese camino que no termina nunca y que algún día contemplará en su máxima expresión.
En el momento que el artista se cree dueño de manipularla, falsificarla e incluso redefinirla, no estará hablando de belleza sino que se buscará a sí mismo en expresión de las formas, en el mensaje, en todo. Ya no estará esa búsqueda sincera que le sobrepasa, y eso en la obra se trasmite. Lo podemos contemplar en lo absurdo, inconexo, feo, grotesco, y no pocas veces ridículo, pero admirado por un público que sin entender lo más mínimo su significado y sentido lo aplaude por estar de moda, por ser lo que se lleva, moderno. Como no cambiemos los criterios en este «arte vanguardista» la belleza no encontrará su sitio y podremos hablar de expresión pero no de arte. A este nivel de tergiversación de la belleza hemos llegado, por eso hay que aclararlo y devolverle su grandeza. Como decía Chesterton: “Hay un problema en la sociedad cuando hay que explicar lo evidente”.