«En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: “¡Animo, hijo!, tus pecados están perdonados”. Algunos de los escribas se dijeron: “Este blasfema”. Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: “¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados están perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —dijo dirigiéndose al paralítico—:Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa». Se puso en pie, y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad». (Mt 9,1-8)
El verdadero sentido de los milagros que realizó Jesucristo no estaba en aliviar las dolencias de las personas. Esas curaciones maravillosas, inexplicables y espectaculares las realizaba con una mayor altura de miras. De no ser así, no tendría explicación el que, dado su poder y su amor a todos los hombres, no hubiera curado a aquellos que lo necesitaban en vez de a unos cuantos.
Incluso, pensando que para ser curados necesitaban tener fe y que por eso no pudo curar a los que carecían de ella, hay que suponer que muchísimas personas con fe quedaron excluidas de tales curaciones.
Jesucristo hace sus milagros para apoyar ante los ojos de sus contemporáneos la verdad de su predicación, la autoridad con que podía actuar porque estaba en perfecta comunión con el Padre, es decir: porque era verdaderamente Dios. Acreditado de esta manera, proponía su doctrina sin avasallar, con total respeto a la libertad de cada uno. Él conocía perfectamente lo que conviene a cada hombre y eso es lo que quería dar a todos y que todos lo aceptaran con absoluta libertad.
Y es así, porque lo realmente importante es acertar en la vida a tener un comportamiento que nos lleve a Dios, que nos conduzca a la Vida Eterna, que es la única manera de poder ser felices. Por eso era de suma importancia para todos el creer en su Palabra, aceptar sus consejos, seguir sus pasos. Pero esto habría de ser hecho en completa libertad, desde el amor y no abrumados por una evidencia que no quedara más remedio que aceptar.
Hoy día estamos acostumbrados a “forzarlo” para que se pliegue a nuestra voluntad, para que nos cure a nosotros y a nuestras personas queridas. Le pedimos que nos vaya bien, que no nos pase nada que nos parezca malo. Y así, como no suelen cumplirse nuestros deseos, vivimos atemorizados, sin fe y sin mirar otra cosa que la de “tejas para abajo”. Muy pocas veces pensamos que todo lo que ocurre es para bien porque Dios nos ama, tiene poder y quiere nuestro bien.
¡Qué distinto sería nuestro comportamiento si viviéramos convencidos de esta verdad! Abandonados en las manos de Dios, nada podría hacernos daño, nuestra única preocupación sería hacer en cada momento su voluntad, el pasado no nos entristecería al añorarlo, únicamente nos valdría de experiencia, y el futuro, al depender de Dios, no nos causaría zozobra. Viviríamos con intensidad el instante presente, sentiríamos la alegría del gozo con que Dios nos asiste en cada momento y haríamos planes flexibles, sin temor a que no se vieran cumplidos.
Siempre estaríamos disfrutando de la gozosa libertad de los hijos de Dios.
Juanjo Guerrero