«En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. El replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!”. Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: “Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”. Ellos se espantaron y comentaban: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”». (Mc 10,17-27)
Jesús se lo puso difícil al israelita que le salió al camino, que como Zaqueo, el arborícola del sicomoro, se enteró que venía Jesús “…y se le acercó corriendo”. Es la misma actitud de Bartimeo, el ciego de Jericó, que informado de que pasaba Jesús, se levantó de un salto y se puso a gritarle desde el borde del camino. Ellos también querían verlo, se dieron prisa para acercarse a Él, no querían que se les escapara la ocasión de hablarle.
Así lo hicieron también otros, como la mujer cananea de Tiro, Jairo, el jefe de la sinagoga, la mujer que tenía flujos de sangre, el paralítico al que bajaron por el tejado de la casa donde Jesús predicaba, y el centurión que pedía por su criado, todos ellos, en Cafarnaúm, Marta, la hermana de Lázaro, en Betania, el endemoniado, en la tierra de los gerasenos, y en Betsaida, el ciego que le presentaron para que lo curase.
Todos ellos recibieron de Jesús cuanto pedían, y fueron curados, pero este desconocido que se acerca corriendo, se arrodilla ante él, le llama maestro bueno, y le pide que le enseñe el camino para alcanzar la vida eterna. Sin embargo, como no encontró lo que buscaba “se marchó pesaroso…”. A partir de aquí, parece que este personaje no merece nuestra mejor consideración, y ello, a pesar del buen resultado que obtiene de su primer examen, pues cumplía desde pequeño los mandamientos de la ley que Jesús le enumeró.
¿Influirá en nuestra apreciación la circunstancia de que era rico?
Hay sin embargo otro dato a su favor, y es que Jesús, tras su contestación, “se le quedó mirando con cariño…”, pues debió complacerle la sencillez de aquella respuesta. En ninguna otra ocasión nos habla el evangelista Marcos de esa mirada de Jesús, y mucho menos, que lo hiciera con cariño. Quizá tuviera esa misma expresión cuando se apiadó de la viuda de Naín que enterraba a su hijo único, o cuando enternecido, extendió su mano para curar al leproso de Galilea, o cuando tomó de la mano al ciego en Betsaida para sacarlo de la aldea y curarlo, o cuando lloró la muerte de su amigo Lázaro, o cuando, en Jerusalén, abrazaba a los niños y les imponía las manos bendiciéndolos, o cuando se paró a observar a la pobre viuda que depositaba en el cepillo del templo, el único óbolo que tenía para vivir, pero no podemos saberlo, ningún evangelista describe su expresión.
Y qué daríamos nosotros por esa mirada de Jesús, una mirada de cariño, que sería capaz de transportarnos al mundo de las emociones más dulces que pueda experimentar el hombre y que, ciertamente, nada tuvo que ver con aquella otra mirada del jueves santo, la de la tristeza y el desconsuelo con que asistió a las reiteradas negaciones de su discípulo Pedro en la casa de Caifás. (cf. Lucas 22,61)
Si pusiéramos en valor esa mirada de Jesús que nos relata Marcos, todos debíamos envidiar a ese desconocido que se arrodilló ante él, porque ningún gesto de Jesús fue hecho en vano, ni sus lágrimas, ni su alegría, ni su ira, ni su cariño, ni su angustia, ni su tristeza. Pero quizá, para los fines evangélicos, y para mejor ilustrar a sus discípulos, que también estaban satisfechos con la respuesta dada por el hombre que se arrodilló ante él, por esta vez, lo quiere poner a prueba, pero no solo a él, sino a todos los presentes, y entonces, le formula la petición que mejor expresa el mandamiento del amor en su forma más sublime, la de hacerse pobre de espíritu, y ponerse confiado en las manos misericordiosas de Dios: “vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres,…y luego sígueme”.
Y ahora, podemos considerar las palabras de Jesús, que ve más fácil el paso del camello por el ojo de una aguja, cosa imposible para el entendimiento humano, que a un rico entrar en el reino de Dios, y advertir, el escándalo que producen estas palabras en los discípulos, que exclaman asombrados: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”. A buen seguro, que muchos nos iríamos pesarosos de la escena que relata Marcos, porque ese desconocido que era “muy rico” somos nosotros.
Pero Jesús nos ofrece, enigmáticamente, una salida, porque Dios, “lo puede todo”.
Horacio Vázquez