«En aquel tiempo, presentaron a Jesús un endemoniado mudo. Echó al demonio, y el mudo habló. La gente decía admirada: “Nunca se ha visto en Israel cosa igual”. En cambio, los fariseos decían: “Este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias. Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”». (Mt 9,32-38)
El evangelio de hoy nos dice que Jesús “pasaba sanando toda enfermedad y toda dolencia” y que “sentía compasión por la muchedumbre porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor”. Ya sabemos que con los milagros, Jesús no perseguía principalmente la mera curación física de un mal o una enfermedad. La verdadera finalidad y riqueza de estos residía en la restauración de esas almas que agonizaban en la ausencia de Dios, atormentadas por una vida en la que se le negaba o no se le reconocía.
No es diferente la humanidad en la actualidad, ni padecen las personas enfermedades diferentes. El mundo continúa adorando a falsos dioses: dinero, poder, prestigio, etc. La vanidad, la codicia, con los vicios que van adheridos a estas, siguen aprisionando el corazón del hombre. El ser humano se encuentra muchas veces esclavo de un “yo” desmesurado y superlativo que ha desplazado a Dios como centro de la existencia. El hombre ha ocupado el lugar que le corresponde al Señor. Este egocentrismo anula totalmente la capacidad de discernir acerca de la verdadera enfermedad que se padece, de las causas y de los remedios.
Se viene abajo la economía de sociedades tradicionalmente prósperas y acomodadas y no hay conciencia de que, previamente, se ha producido un hundiendo moral y espiritual. Se ha vuelto a construir una Torre de Babel y esta se desmorona aplastando a sus artífices, sin preguntarse siquiera el por qué de lo que está ocurriendo. Desprecian la voz de la Iglesia.
El hombre se ha ido rodeando de una serie de “bienes” materiales que, en vez de estar a su servicio, se han adueñado de su ser y voluntad. Es notorio que una gran cantidad de jóvenes se afanan, dan su vida, por obtener un producto de última generación, que pronto quedará caduco.
La sociedad ha creado artificialmente toda una serie de necesidades, falsamente imprescindibles, incapaces de saciar, y que siempre dejan un poso de insatisfacción. Se prescinde intencionadamente del único Pastor, capaz de dar plenitud a la vida, y se da la mano a falsos pastores que huyen cuando viene el lobo.
Está comprobado que el sufrimiento, sin la presencia o el apoyo de Dios es un caldo de cultivo para que el hombre se sienta legitimado para combatirlo de cualquier manera.
Ese “yo” que ha ocupado el lugar de Dios, se sitúa siempre por encima de los demás. El sufrimiento y la cruz se traducen en algo absurdo que debe ser eliminado sin reparar en medios.
Todo esto constituye un factor desencadenante para que el hombre se corrompa hasta límites insospechados. Aparecen como consecuencia numerosos brotes de violencia, manifestados frecuentemente de forma cruenta y gratuita. En definitiva, el ser humano se encuentra “abatido y vejado” por el mal, del cual se presenta a la vez como agente y víctima.
Jesús se compadece y hoy también quiere expulsar del hombre todos los demonios que le atormentan, le esclavizan y le sumergen en una especie de antesala del infierno. Jesucristo se dirige a cada uno de nosotros, los que en medio de nuestras debilidades, queremos ser sus discípulos y acogernos a la salvación, para decirnos que “la mies es mucha y los obreros pocos”.
El mundo está gravemente enfermo y es vital que los cristianos nos pongamos manos a la obra. Es urgente aprovechar todos los momentos y situaciones que se nos presenten para dar razón de nuestra fe. No son necesarios grandes discursos, basta con que seamos coherentes con la fe que profesamos. Si lo somos, la gente se cuestionará porque actuamos de manera diferente al resto del mundo y tal vez nos pregunten por ello. Ese será el momento de hablar del Señor, siempre desde la sencillez y humildad, proponiendo, no imponiendo. No hay mayor signo de amor que anunciar el Evangelio. El Señor nos juzgará al final por haber sido fieles a esta misión. El infierno existe y muchas personas están viviendo un anticipo de él, no podemos quedarnos mudos ni cruzados de brazos, porque nuestra salvación también depende de ello. Es un misterio que para la salvación del mundo Dios haya querido contar con personas tremendamente débiles y pecadoras. Pero siendo un misterio, es una gran verdad.
Es seguro que el que obedezca a este mandato se verá ya recompensado aquí en la Tierra por innumerables gracias. No quedará defraudado.
Hermenegildo Sevilla