En un pueblo español, cuyo nombre no tiene importancia, había un diablo llamado Bugardo, que ejercía su misión de tentador desde hacía veinte años. Gracias a sus méritos, fue destinado a una gran ciudad. Pero, antes de partir, dispuso de una noche para adoctrinar a Brollón, su relevo, un diablo con poca experiencia, que había desempeñado su oficio en una aldea de África.
El diablo saliente recorre el pueblo en compañía del entrante, dándole consejos y explicándole muchas cosas de las que un diablo africano no tiene ni idea. A continuación, ofrecemos un fragmento del diabólico diálogo nocturno.
A las dos de la madrugada, Bugardo y Brollón llegan a una plaza en la que cientos de jóvenes beben, gritan y bailan al ritmo de una música pensada para aturdir las neuronas más resistentes. Algunos están tumbados en el césped, incapaces de levantarse; otros beben en silencio y dejan que su mirada se pierda en el infinito.
—Hermano Brollón, he aquí uno de mis mayores logros: el “botellón”, una fiesta en la que se reúnen, como ves, cientos de jóvenes, mayores y menores de edad. Comienza el sábado por la noche y acaba en desmadre.
—¿Y qué celebran?
—Nada. No tienen nada que celebrar; lo que quieren es beber alcohol y “colocarse”.
—¿“Colocarse”? Esa palabra me resulta desconocida.
—Ya la dije yo al jefe que necesitabas un curso previo de vocabulario europeo, pero resulta que no hay tiempo para eso. Pues mira, “colocarse” es un nuevo modo de referirse a algo muy viejo, o sea, significa enajenarse, alienarse o dejar de ser uno mismo. Se puede conseguir con alcohol, con drogas, con sexo, con mala música o con todo a la vez.
—Lo que no comprendo es por qué desean enajenarse. Son jóvenes, sanos, y parecen ricos. Seguro que tienen muchas ilusiones en la vida.
—Ninguna que valga la pena. Ahí donde los ves, son hombres y mujeres hastiados e insatisfechos. Tienen de todo, pero carecen de lo realmente importante. No conocen el sentido de su existencia, no tienen norte ni sur, no tienen nada por lo que valga la pena luchar. Por eso necesitan escapar de una vida que les parece asquerosa y absurda. Lo bueno para nosotros es que lo hacen por la puerta equivocada: ¡he ahí mi astucia! A pesar de ser un pobre diablo de aldea, sabes muy bien que el hombre necesita la alegría.
—Oh, la alegría. La conocimos un solo instante… Y no la conoceremos nunca más…
—El hombre, en cambio, puede tenerla eternamente. Y la desea tanto que, cuando no encuentra la verdadera, esa que nosotros tanto odiamos, tiene que buscar sucedáneos. El alcohol es uno de ellos, barato y accesible. Produce la sensación de alegría y libertad, y además es un buen comienzo para lanzarse por caminos más caros y destructores.
—Pero ¿por qué no se emborrachan en su casa? ¿Por qué tienen que venir todos aquí y armar este jaleo?
—No entiendes nada, hermano. El grupo y el jaleo son esenciales. La mayoría de los jóvenes que ves no se emborracharían si estuvieran solos. Pero aquí, formando una masa caótica, son capaces de eso y de mucho más. La masa nos conviene, no lo olvides. Cuando forma parte de una masa, el hombre sensato se torna imbécil, el tímido se siente audaz, el insatisfecho se convierte en líder, y el más independiente se transforma en borrego.
—¿Y sus padres? ¿Es que no hacen nada?
—¿Sus padres? ¡Pobre ignorante! ¿Cómo crees que han llegado muchos de estos jóvenes a tal estado de insatisfacción? Han sido precisamente ellos los que permitieron todos sus caprichos. Les han dado todo, menos la verdad, porque ellos mismos la desconocen o la han traicionado. Cuando entres en sus casas podrás observar qué sabiduría inculcan los padres a sus hijos en este pueblo, y entonces entenderás muchas cosas.
—Pero ¿no les importa que se emborrachen y todo lo demás?
—A unos sí y a otros no. Mira, la mayoría de los padres no tienen autoridad moral para corregir a sus hijos. No sé si sabes que, gracias en parte a nuestra gran influencia, la mitad de los matrimonios terminan en divorcio. La mayoría de los jóvenes sólo tienen en casa a uno de los padres, en muchos casos conviviendo con otra persona. Y muchas parejas, aunque vivan bajo el mismo techo, están llenas de tensión y amargura. Ahora dime: ¿qué autoridad moral pueden tener unos padres que están divorciados, que han sido infieles a su marido o a su mujer o que no se aman de verdad? Unos padres así o se desentienden de sus hijos o se convierten en sus esclavos.
—De todas formas, supongo que algunos de estos jóvenes tienen padres buenos.
—Sí, claro. Hay muchos padres que se esfuerzan en educar bien a sus hijos. Pero después está la calle, amigo mío. Esa sí que es una escuela de valores. Tenemos que fomentar que los hijos de buenas familias permanezcan en la calle el mayor tiempo posible. Que vayan a pasar alguna noche a la casa de amigos adecuados, que frecuenten los bares y salas de juegos, que se metan cuanto antes en las malas discotecas. ¡Pobres padres buenos! A pesar de ser un diablo, te confieso que a veces me entra un poco de pena cuando los veo sufrir. Pero el negocio es el negocio, así que ¡nada de sentimentalismos! ¡Ah!, y además están la televisión e Internet.
—¿Interqué?
—Internet. Un mundo desconocido para ti. Un maravilloso instrumento que Él desea utilizar para el bien, pero del que tenemos que aprovecharnos cada vez más para todo lo contrario. No te preocupes, tendré ocasión de enseñártelo antes de que salga el sol.
—Por lo que me dices, concluyo que, en este pueblo, el grado de tristeza es muy satisfactorio.
—En este y en el resto. Desde la última asamblea general, hemos unificado los métodos y objetivos, y los resultados son excelentes.
—Allí veo a uno que ha perdido el conocimiento…
—Coma etílico. Lo llevarán al hospital y se armará un buen jaleo. Eso no nos conviene.
—¿Por qué?
—La experiencia me dice que lo que se sale de lo normal puede llevar a la gente a algo tan odioso como la reflexión. Los navajazos, los accidentes y —no quiero ni pensarlo— las muertes, pueden hacer que una persona decida cambiar de rumbo. Es mejor que todo parezca una balsa de aceite. Además, las autoridades podrían llegar a prohibir estas magníficas reuniones…
—Ah, no están prohibidas…
—No. Lo han intentado en algún sitio, pero sin éxito. Y yo me muero de risa, porque muchos piensan que basta con prohibir y castigar. Se enfadan con los frutos del árbol, porque son amargos, pero siguen abonando la raíz.
—No comprendo tu profunda sabiduría.
—Mira, hermano. No sé cómo será en África, pero aquí hemos conseguido que el valor más importante para la mayor parte de la gente sea el placer a toda costa. En eso hay un acuerdo mayoritario. Y la misión de los que mandan es conseguir que la gente pueda disfrutar cada vez más. Pero cuando se encuentran con el desmadre, la violencia y la rebeldía, no son capaces de comprender que todo eso es consecuencia de aquello. Todavía no han descubierto la relación entre la muerte y la divinización del placer.
—Son tontos…
—No, son ciegos que no quieren ver. ¿Sabes qué es lo que más les preocupa a muchos vecinos de esta plaza?
—No.
—El ruido que meten los chavales y la basura que dejan en la calle.
—O sea, su propia comodidad.
—En efecto. La miseria moral de esta gente les importa un bledo.
—Acaban de llegar tres autobuses.
—Son del Ayuntamiento. Antes, los chavales venían en sus coches, pero ya te puedes imaginar cómo era el viaje de vuelta. Había muchos accidentes mortales. Así que el Ayuntamiento, en un gesto de responsabilidad social, ha decidido poner autobuses gratis a disposición de todos. Así se pueden emborrachar con más tranquilidad, porque después no tienen que conducir.
—¡Sabia solución! Ni Salomón en sus mejores tiempos…
—No te extrañes de nada. Aquí hay muchas cosas que están al revés. Eso es lo que pretendemos ¿no? Lo importante es que esto no se pare.
—Bueno, tengo que confesar que admiro tu “botellón”. De un modo muy sencillo, consigues que los jóvenes se degraden cada vez más, que aumente su grado de insatisfacción y su nivel de violencia, que el sexo resulte algo banal y que se pudra su hígado. ¡Eres genial!
—Y algo mucho más importante.
—¿Qué?
—Que no piensen.
—Sí, eso es lo mejor.
—Lo más eficaz.
—Estoy endiabladamente entusiasmado. Aquí voy a conseguir más éxitos en que mi vieja aldea africana.
—Bueno, no eches los cencerros al vuelo.
—¿Por qué?
—Porque, a pesar de todo, y para nuestra desgracia, Él no los abandona nunca, los sigue queriendo con locura, y está dispuesto a morir de nuevo por cada uno de ellos para salvar su alma, aunque ellos no lo sepan. Ese es el problema.
—Nuestro gran problema.
—Y Ella sigue siendo su Madre.
—No sigas, que me sube el nivel de azufre en sangre.
—Vámonos. Tengo que enseñarte todavía otras cosas que no conoces.