Se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: «¿Qué deseas?». Ella contestó : «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?». Contestaron: «Podemos». Él les dijo: «Mi cáliz lo beberéis, pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos a los que lo tiene reservado mi Padre». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra los dos hermanos. Y llamándolos, Jesús les dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen. No será a sí entre vosotros: el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos». (Mt 20, 20-28)
Hoy es la solemnidad de Santiago El Mayor, apóstol que asintió en beber el mismo cáliz de Jesús. Y el Maestro le aseguró que lo bebería, pero la posición de imaginada preeminencia quedaba reservada al designio del Padre. En el Gólgota no estuvo con Jesús. Pero sufrió el martirio. ¿Lo sufrió? Muchos mártires lo han considerado un privilegio, no un «sufrimiento». Y, por misterios de la providencia, es el patrón -protector- de España y su sepulcro es destino de camino y peregrinación multisecular. La peregrinación no deja indiferente a ningún partícipe, por más que se quiera diluir en excipientes meramente culturales, ecológicos o turísticos.
Y está el botafumeiro; que es indudablemente una singularidad memorable. Cuando vuela sobre las cabezas de los peregrinos y se bambolea de parte a parte, un sobrecogimiento se apodera de todos; la física y la experiencia cumplirán su función ¿verdad? Si no fuera así, sería una catástrofe indescriptible. Pues sí, funciona.
La interpretación al uso es burda; se trataría de perfumar, por compensación, los sudores y olores de los desaliñados y rendidos caminantes.
No lo vi así la última vez que contemplé su impresionante recorrido por el crucero de la catedral de Santiago de Compostela, y, lo que es más importante,pude aspirar el incienso, ciertamente generoso y de delicado aroma. Me dí cuenta de que, ante el silencio expectante que crea, había un público especialmente reconfortado; los ciegos.
De repente se me hizo presente que el olfato no tiene «puertas», el perfume nos llega sin que podamos impedirlo. ¡Que grandeza y misericordia de Dios, que no se defiende frente al incienso, ante las plegarias de miles y miles de suplicantes! ¡Le llegan!
El botafumeiro no es sino un magno gesto de acercamiento «a las alturas» de las oraciones de infinidad de peregrinos que han acrisolado sus anhelos, sus ansias y sus inquietudes, hasta reducir a lo esencial su necesidad. Esas son las oraciones que, como perfume suave, son elevadas a Dios.
Los peregrinos han depurado su deseo. Están en condiciones de responder a Jesús que, como a la madre de los zebedeos, vuelve a preguntarnos personalmente: «¿Que deseas?”.
Todos estamos llenos de deseos; conscientes o inconscientes, nobles o insensatos. Todos hemos diseñado un devenir óptimo para nuestra existencia, aunque equivocadamente la proyectemos sobre un Jesús diferente, y sobre un reino desfigurado, donde imaginamos precedencias, poder y privilegios, hasta el punto de suscitar «envidias». Los otros diez apóstoles -todos- estaban tan equivocados como los hijos que antepusieron a su madre a la captura de los puestos de honor. La envidia tiene esa propiedad; delata mejor que las palabras, aquello que de verdad «deseamos». Qué deseas y a quien envidias, se revelan a un nivel de sinceridad más intenso, delatan nuestra real intimidad.
Que mi oración suba hasta ti como el incienso, canta el Salmo 141.2.
El botafumeiro de forma plástica «acerca» nuestras oraciones al cielo. El incienso es para Dios, sólo para Él. La madre intercesora se arrodilló cuando iba a formular su petición: sabía bien a Quién se dirigía. Eso lo simboliza el incienso. Con él se elevan nuestras oraciones, como expone el Apocalipsis. Hay muchas versiones sobre el versículo 8.4, pero, ante la alegría de tan numerosa, tan grande y tan intensa plegaria, no puedo sino adherirme a la que, sin ambages, dice: «Se le dieron muchos perfumes para que, representando a las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono». El incienso representa las oraciones de los apartados para y por Dios.
En la tradición hebrea la mixtura del incienso era un secreto confiado a una sola familia. La componían once principios, con una gran simbología. Pero el Apocalipsis lo amplia a «muchos pefumes», que son las oraciones de «todos» los santos.
A la pregunta de Jesús «Qué deseas», hay una respuesta unánime de «los santos». «Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 11). Cualquier otra cosa que pidamos es una aspiración mundana, que no sube al cielo como la oración de la tarde.
Santiago depuró su aspiración, dejó en el camino su proyecto y se adhirió a Cristo. Cambió su mundanidad, por la santidad. Aceptaron, también ellos -los zebedeos- el cáliz, la voluntad, del Padre.