Este episodio de la vida de Jesús es el primero de los cinco misterios luminosos del Rosario, añadidos por Juan Pablo II a los otros quince existentes. Para esta breve exposición nos vamos a inspirar en el libro de Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret”.
breve examen de los textos
No hay que detenerse mucho en las circunstancias y marco de este acontecimiento salvífico, como dónde tuvo lugar, cuándo, etc. Lo importante son los personajes y el por qué. Juan Bautista, que ya había “exultado de gozo” en el vientre de su madre durante la visita de María a su prima Isabel (Lc 1,41), mereció el elogio más grandilocuente de la boca de Jesús: “el mayor nacido entre los hijos de mujer” (Mt 11,11), aunque él mismo —que “no era la luz, sino que vino para dar testimonio de ella” (Jn 1,6-8)— reconocía que “ni siquiera era digno de inclinarse ante el que anunciaba para desatarle las correas de sus sandalias” (Mc 1,7).
Había adquirido gran fama por su estilo de vida y por su predicación en el desierto de Judea, bautizando en las orillas del río Jordán, hasta el punto de llamar la atención del reyezuelo Herodes. Su bautismo no tenía nada que ver directamente con las abluciones judías que prescribía la Ley de Moisés: requería la previa confesión de los pecados y el cambio de vida (el “propósito de enmienda”, como decía nuestro antiguo catecismo): de hecho, los textos de Mateo (3,6) y Marcos (1,5) refieren expresamente que quienes querían bautizarse “confesaban sus pecados”, mientras el Bautista les exigía “dar digno fruto de conversión” (Mt 3,8; Lc 3,8), si bien San Mateo lo refiere a los fariseos y saduceos, mientras San Lucas a toda la gente. Más aún: San Marcos narra que era un “bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Mt 1,4) y San Lucas se explaya más detalladamente en qué consistía el cambio de vida, según los distintos grupos de gentes (ver Lc 3,10-14).
Tampoco deberíamos pasar por alto el entrañable diálogo entre los dos Grandes: “Bautízame tú”, “No, no; eres tú el que me tiene que bautizar a mí”, “Deja que se cumpla la justicia”, etc., seguido de la voz de cielo que proclama “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17), aunque sobre esta teofanía añadiremos algo más.
los pecados de Jesús
Hecha esta primera breve exégesis sobre los textos, surge así la cuestión: Si el bautismo de Juan exigía la confesión de los pecados, ¿cuáles son, entonces, los pecados de Jesús, quien, a su vez, le sugiere al Bautista que deje que se haga justicia? ¿Qué “justicia”? En la mentalidad judía era la aceptación de la voluntad de Dios. Para entender la solución a esta pregunta, debemos remitirnos a la cruz y a la resurrección y poder así comprender lo ocurrido en el Jordán: Jesús carga con los pecados de la humanidad y acepta la crucifixión entrando en la voluntad del Padre, devolviéndonos a una nueva vida, un cambio de vida, como pedía el bautismo de Juan. Estos son “los pecados de Jesús” y esta es la conversión a una nueva vida, es decir, nuestra resurrección en la resurrección de Jesucristo es el “digno fruto de la conversión”.
No nos entretendremos en explicar cómo este acontecimiento implica el sello o refrendo divino para que el Mesías inicie, con autoridad, la misión encomendada por el Padre. En el Antiguo Testamento a los reyes y profetas se les ungía con óleo (evocación del Espíritu Santo) para comenzar sus funciones. Jesús queda ungido por el Espíritu Santo en forma de paloma (ver Mt 3,16), como más tarde ratifica él mismo en la sinagoga de Nazaret, evocando al profeta Isaías: “El Señor me ha ungido” (ver Is 61,1-2)…: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy” (Lc 4,22).
el trasfondo de la cruz y de la resurrección
¿Dónde está la fuerza kerigmática del bautismo de Jesús? ¿Se trata de un simple hecho histórico como, por ejemplo, descubrir una placa que da el nombre de un personaje famoso a una calle? ¿Qué tengo yo que ver con el bautismo del Señor? Pues que Jesús, en concreto, está asumiendo tus pecados, los tuyos de cada día, los tuyos de ayer y anteayer, los de toda tu vida y los está lavando en el Jordán, como anticipo de la crucifixión, para darnos a luz a un hombre nuevo, que sale del agua, incorporándonos a su cruz y a su resurrección. Cuando el Padre le dice “Este es mi hijo”, está hablando también de ti, en quien se complace a pesar de ser tú como eres: ¿no es tiernamente sobrecogedor que Dios Padre te esté reconociendo ya como hijo suyo de sus entrañas?
Finísimo, por lo demás, el detalle de Jesús orando mientras Juan lo bautizaba (Lc 3,21): ¿a quién ora Jesús y qué pide? Es evidente que está diciéndole a su Padre que “se cumpla toda justicia”, que Él ha venido para cargar con nuestras miserias y que acepta convertirse en carne de pecado por nosotros, Él, que no tenía pecado; y ha impetrado del Padre su misericordia sobre nosotros, hasta el punto de que su Padre nos reconozca en Él como su único Hijo, “en quien me complazco”.