“En aquel tiempo dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos”. (Lc 14,12-14)
Es posible que en esta ocasión no sea este modesto comentarista la persona indicada para interpretar las palabras de Jesús, que en todo este Capítulo 12 del Evangelio de San Lucas se muestra particularmente misterioso en sus mensajes. Y es que, efectivamente, en su literalidad este evangelio puede mover a confusión a los menos avisados. Pues, ¿acaso el hombre puede actuar de modo inadecuado si invita a comer o a cenar a sus amigos, hermanos, parientes o vecinos, sean ricos o no? Y por otra parte, ¿cómo debemos interpretar esa invitación a los pobres, lisiados, cojos o ciegos, aun en el supuesto de que estuvieran tan a nuestra mano que pudiéramos reunirlos y, en su caso, convencerlos para que asistan al banquete que les ofrecemos de modo gratuito?
Por ambos extremos de la cuestión se entiende difícilmente la propuesta de Jesús. Y no parece que sea en modo alguno fácil llevarla a la práctica, si tenemos en cuenta, además, las dificultades familiares, sociales, y de todo orden inherentes a tal invitación, cuando tratáramos de ponerla en práctica.
Consideramos, además, que el que de tan buen grado invita a sus amigos y allegados no pretende en modo alguno que le paguen ese favor, ni tan siquiera, que se lo devuelvan con otra invitación. Sino que todo lo hace sencillamente por el gusto de su compañía, el disfrute inherente de estrechar los lazos familiares o de amistad, y los afectos compartidos con personas afines o compañeros de trabajo, cuando no, para remediar tiranteces o incomprensiones, o acercar posiciones de los que estuvieran distantes. Y en tal caso, no parece que pueda hablarse de algo mínimamente reprensible o poco recomendable en la conducta del anfitrión generoso.
Y tampoco podrá ello decirse del que corresponde agradecido a otras atenciones o favores similares del que ahora es el invitado, o bien, a protocolos humanos de buena conducta, costumbres de sana política, o relaciones de correcta vecindad.
Allá, pues, los que al invitar a comer o a cenar lo realicen con aviesas intenciones de comprar voluntades o negociar acuerdos con ventaja. O si con ello tratan ocultamente de halagar la vanidad del invitado con propósitos deshonestos, pues todos ellos se quedan fuera de nuestro esquema, aunque es lo cierto, que en el tráfico corriente de la vida política y mercantil, esta forma de comportamiento, si no se falta al decoro y la honestidad, tampoco debe estigmatizarse, y es un instrumento sano de negociación y acuerdo en las relaciones sociales y comerciales.
¿Qué nos queda entonces de la enseñanza evangélica de los invitados a un banquete? Pues nos queda todo lo sustancial, a saber, el modelo de la caridad y la misericordia en nuestras relaciones con el prójimo. Pero para poner al día de hoy su sentido moral será necesario trascender de la aplicación literal de la fórmula del convite, y de la elección de los personajes invitados que nos propone Jesús. Pero analicemos por separado a cada uno de los protagonistas, y concluyamos después sobre cuál pueda ser el objeto de este banquete del amor de Dios.
El que invita siempre será el mismo. Cada uno de nosotros somos los interpelados; a todos se nos ofrece la enseñanza del compartir sin esperar recompensa alguna. Ni tan siquiera la gratitud de los que lo reciben de nuestras manos. Es nuestro corazón el que se mueve a la misericordia por la necesidad del otro, y nuestra caridad, en lo que podemos, lo socorre por el amor de Dios, solo por eso, sin contraprestación alguna. Es la caridad por la caridad, y el amor por el amor, huérfanos absolutamente de cualquier otro interés humano que nos hipotecaría el mérito que solo Dios nos premiará.
Los invitados al banquete, pueden ser de toda condición. También los “amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos” a los que Jesús cita en primer lugar, como aquellos que pueden correspondernos y que nos pagarían por nuestra invitación. Pero a los que no podemos fallarles si en algún momento tuvieran necesidad de nosotros en circunstancias desfavorables, aun a riesgo de que nos lo agradezcan, que eso no está en nuestras manos remediarlo, pues nuestra caridad no puede excluirlos en modo alguno. Y pienso ahora, en estos momentos de crisis, en el caso de los padres que sostienen a los hijos que se habían independizado, y que ahora vuelven a casa con más bocas que alimentar por el paro o las dificultades económicas sobrevenidas; o los abuelos que socorren a sus nietos con la exigua pensión que ellos cobran.
Y por supuesto, también serán invitados los citados en segundo término por Jesús como sustitutos de los que pueden agradecernos la invitación, es decir, “los pobres, lisiados, cojos y ciegos”. Que son, en definitiva, y con independencia de las tara físicas a las que alude Jesús, tan terribles y definitivas en aquel tiempo como causa de su miseria, todos los necesitados de nuestra ayuda a los que no conocemos, aquellos de los que dice Jesús que no podrán pagarnos, porque nada tienen, y nada esperan. Familias vergonzantes en pobreza extrema, marginados sociales sin esperanza, ancianos solitarios, clientes asiduos de los comedores de caridad, enfermos desvalidos, y por no seguir con la enumeración tan prolija de la pobreza, cuantos viven en un estado de necesidad, excluidos ya, o en riesgo de exclusión social.
Y el banquete, ¿a qué se refiere Jesús con el banquete al que debemos invitarlos? Ciertamente, el banquete, o sea, nuestra invitación desinteresada, aquello que debemos dar sin esperar recompensa, puede ser de lo más variado, y no precisamente una mesa de viandas suculentas. En ocasiones será un rato de compañía en la cabecera de un enfermo, o en la casa de un anciano solitario, o un buen consejo al que lo ha de menester, y por supuesto, la ayuda económica directa, si sabemos por qué la damos, y en qué se va a emplear el dinero, el voluntariado social o las donaciones en las parroquias y entidades caritativas, el trabajo voluntario y las aportaciones a los bancos de alimentos y los comedores sociales, los donativos a la obra misionera de la Iglesia y las ONG comprometidas con la pobreza, etc.
Y que Dios me perdone por tanto atrevimiento.
Horacio Vázquez